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Columna
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Un crimen que empezó en una canción

El asesino de Rocío Iglesias y Emilio Montoya perseguía a ciegas a su clan para vengarse de un crimen cometido en 1995

No sé si lo que voy a decir es la verdad. Quizá nadie lo sepa nunca ni consiga darle un sentido a las piezas que componen esta historia: un coche negro y un coche blanco, una canción y un grupo de asesinos. De momento, ni siquiera podemos estar seguros de si el matrimonio que formaban Rocío Iglesias y Emilio Montoya empezó a estar muerto hace 30 días o hace seis años. Por ahora, lo único que sabemos es el final de la historia: la madrugada del martes 3 de julio, Rocío y Emilio regresaron a su casa miserable del poblado chabolista del Pozo del Huevo, en la Villa de Vallecas como si no fuese la última noche de su vida.

Eran cerca de las dos, venían de celebrar el santo de su primogénito, Israel, en casa de la abuela del niño, y les acompañaban sus otras tres hijas. Quizá fuesen soñando con algún beneficio inminente en sus modestos negocios, el de ella vender flores y el de él, recoger chatarra; o tal vez hacían planes para el futuro, cuando les dieran el piso que les habían prometido, ese hogar donde iban a empezar otra vez, lejos de los cartones y las uralitas, de las penurias y el infortunio.

Allí estaba esa mujer, confesando ante sus ojos que pertenecía al clan de Los Mosqueteros

Nada más parar el motor de su furgoneta, quizá cuando las luces del vehículo aún estaban encendidas, vieron surgir de entre las sombras unas figuras. Emilio puso el pie en tierra y alguien le oyó decir: '¡Dios mío! ¡Pero, qué es esto! ¡Qué está pasando aquí! ¡Las niñas no! ¡Dejad a las niñas!'. Después, se escucharon cuatro disparos. Luego, un cristal hecho trizas. Luego, otros dos disparos.

A Rocío y Emilio los enterraron, dos días más tarde, de esas balas y esos cristales rotos, en el Cementerio Sur de Carabanchel, en Madrid; pero su sangre aún sigue ardiendo en la mente de sus familias, las mujeres y hombres con quienes compartieron el infierno, ese lugar dramático de nombre cómico, el Pozo del Huevo, que para los dos jóvenes -él, 30 años; ella, 32- primero fue una cárcel y después el fin del mundo.

Porque eso es lo que es el poblado del Pozo del Huevo: un límite entre lo visible y lo invisible, una frontera entre la realidad y las pesadillas. La casa de Rocío y Emilio está justo en el punto donde se acaba la ciudad, y es raro ver cómo se termina algo de las dimensiones de Madrid; cómo, tan sólo unos pasos más allá de las carreteras y los taxis, se interrumpe el asfalto y comienza la arena, comienzan las flores silvestres, los montes enfermizos, los gatos salvajes. Todo lo demás está muy lejos. Qué lejos las piscinas, las escaleras mecánicas, los grandes almacenes. Qué lejos los quioscos de periódicos, los teléfonos en un despacho, las cocinas catalíticas.

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Delante de la casa de Rocío y Emilio hay una mancha roja y un montón de cristales. Hay un barreño de goma. Hay una muñeca de las niñas entre unas zarzas y otra más junto a un somier volcado. Y también los restos de la hoguera donde sus parientes quemaron las ropas de los muertos: un círculo de ceniza y carbón donde la luz se ennegrece. Dentro, al otro lado de los frágiles muros, hechos de cemento, planchas de zinc y lonas, las bombillas están encendidas y el panorama es desolador, se ve un frigorífico abierto y saqueado, un aparador vacío, un carro de hipermercado y algunos adornos baratos, un águila de bronce, un pisapapeles con unos perros de escayola, también dibujos de colores brillantes, firmados por Israel. En el suelo hay cajones, más cristales y una mochila, y del techo cuelgan bolsas de plástico llenas de agua, para espantar a los insectos. Rocío era limpia y ordenada, dicen las monjas franciscanas que vivían justo enfrente de ellos, pero ¿qué orden y qué limpieza puede lograrse en un sitio como ese?

El resto de las chabolas del Pozo del Huevo son casi idénticas a la del matrimonio asesinado, son el mismo agujero hecho en otra parte. Los niños corren medio desnudos sobre la tierra devastada y muchos son bellísimos, parecen ángeles condenados al purgatorio; los adultos beben agua hirviendo llena de granos de café, tienen sangre en los ojos y están atemorizados: esa noche nadie ha dormido, porque el clan de los asesinos ha amenazado con volver; algunos dicen haber visto un coche, un Ford negro, merodeando por el poblado; otros dicen que llegaron junto a sus puertas unos perros extraños; algunos aseguran que matarán antes de morir, que si los enemigos vienen a por ellos, los estarán esperando. Los hombres hablan de venganzas y cuentas por saldar, puedes ver en ellos el odio, el dolor y el cansancio, puedes ver manos tensas, caras en bancarrota.

Y mientras los hombres montan conjuras y amenazas, las mujeres buscan el principio de la historia. La muerte de Rocío y Emilio no tiene nada que ver con las drogas, dicen, como han escrito los diarios y como piensa la policía.

Empezó hace mucho y en otro lugar. Una fría noche de diciembre de 1995 apareció en un barrio chabolista de San Blas un coche de lujo conducido por un joven que se llamaba Alfredo García. Pertenecía a un clan conocido como el de Los Gallegos y, según dicen, cuando intentó montar en aquel sitio una red de venta de drogas, los miembros de otro clan, el de Los Mosqueteros, lo asesinaron: murió de nueve puñaladas que le asestaron, ritualmente, otros tantos matadores. Alfredo era hijo de Manuel García, hermano de María del Pilar y cuñado del portugués José Jorge dos Anjos: ahora, acusados de ajusticiar a Rocío y Enrique.

Porque dicen que, aquel invierno, Manuel García juró vengar la muerte de su hijo. Dicen que buscó durante todos estos años a algún miembro de Los Mosqueteros, alguien a quien devolver el golpe. Y dicen que, por casualidad, llegó hace un mes al Pozo del Huevo, montado en un coche negro. Tan negro como un mal presagio. Tan negro como la sombra de un bandido.

Un día, hace poco, los Montoya celebraron el bautizo de uno de sus niños. Era una tarde calurosa y los hombres clavaron unos maderos junto a la casa de Rocío y Emilio y les ataron un toldo, para combatir al sol. Dicen que en la fiesta, a Rocío Iglesias se le ocurrió cantar una canción, una canción en la que se declaraba, orgullosamente, miembro de Los Mosqueteros. No lo era ella, sino su marido, y aún éste de forma indirecta; pero ¿qué importaba eso? Al fin y al cabo, sólo se trataba de una broma, de un modo de pasar el rato y divertirse. Pero había alguien cerca, un hombre que pasaba por allí, que convirtió esa canción en una condena. Ese hombre era Manuel García y al fin había encontrado a la víctima que buscaba: allí estaba esa mujer, confesando ante sus propios ojos que pertenecía al clan de Los Mosqueteros. Antes de acabar su canción, Rocío y Emilio empezaron a estar muertos.

Algunos dicen que ésa es la verdad, que ése es el principio de esta terrible historia. Nosotros aún no podemos saber si están en lo cierto o si están equivocados.

La Interpol busca ahora a los criminales, porque se dice que han huido a Portugal. Mientras los capturan, la minúscula casa de Rocío y Emilio será derribada, para que nadie la ocupe; y quizá se dispersen las cenizas de esa hoguera en la que ya han quemado ceremonialmente casi sus ropas. De momento, ese círculo de cenizas sigue allí, abierto sobre la arena como un gran ojo oscuro, y al verlo uno piensa, por algún motivo, en aquellas líneas de Platón que Percy B. Shelley puso al frente de su célebre Adonais, el responso funerario que escribió en memoria del poeta John Keats: 'El sol de la mañana luce para los vivos; y después del ocaso, brilla sobre los muertos'.

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