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Columna
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La conciencia del boticario

Un centenar de farmacéuticos andaluces no puede despachar en sus boticas la píldora postcoital a causa de la conciencia. La conciencia, como nos enseñaron los curas del catecismo, es una abstracción con forma de manzana a medio pudrir habitada por un gusano que en vez de morder remuerde. Es curioso que un concepto tan inconcreto como la conciencia, aliado a un verbo tan práctico como objetar, haya dado como resultado la objeción de conciencia, un término que, por deformación, se aplica ya a cualquier caso de reparo: económico, ideológico o de pereza. Supongamos que a los farmacéuticos que no venden la píldora, y que defienden su derecho a objetar, les asiste la razón.

Si servir el medicamento les produce graves contrariedades morales deben dejar de hacerlo: al fin y al cabo la conciencia está construida con elementos sensibles y misteriosos que se irritan al menor descuido. Ahora bien, la píldora que no quieren despachar no es una píldora común, sino amparada por el consejero de Salud, Francisco Vallejo, y por todo el sistema sanitario que rige en la comunidad y del cual todos los farmacéuticos se benefician económicamente.

Opino, en consecuencia, que ya que es el sistema administrativo del Gobierno de Andalucía el que ha creado el problema moral a este grupo de boticarios, la objeción no se debería concretar en un único medicamento sino que debiera extenderse a todo él. Sería inconsecuente que un objetor al servicio militar obligatorio se opusiera únicamente a las guardias o a pelar patatas. Su rechazo, más bien, es contra toda la actividad, incluidas la más gozosas, si las hay, que conlleva servir en los Ejércitos.

Por tanto, si es inconcebible que haya pacifistas de fregado de letrinas, pero no de jura de bandera, también resulta insensato que haya objetores al servicio de la sanidad pública de una sola pastilla. Pienso que la objeción de los farmacéuticos debe abarcar todo el sistema que ha dado como resultado la píldora y que su resistencia debe abarcar cualquier colaboración con quienes han puesto en circulación el remedio que alimenta sus escrúpulos, una ruptura total que lleve consigo no despachar las recetas respaldadas por el Servicio Andaluz de Salud. Ya sea un astringente o un supositorio de glicerina.

Esta actitud radical plantearía a su vez otros problemas como la utilidad pública de las farmacias o el derecho de los pacientes a adquirir cualquier medicamento autorizado. Pero estas son otras cuestiones que nos conducirían a graves y largas digresiones que escapan a nuestro propósito.

No escapa, sin embargo, a este articulista el hecho de que la fundación de la asociación de boticarios que no quieren vender la píldora se haya constituido en Granada y en ella se hayan inscrito profesionales de su provincia y de toda su archidiócesis. No es casual. Las fuerzas más reaccionarias de la Iglesia y los grupos paraeclesiásticos han desatado en los últimos meses una actividad mareante y se han infiltrado en cualquier sitio libre para desplegar su retrógrado catecismo. ¿Qué hemos hecho los granadinos para merecer este destino que revive las viejas cruzadas morales?

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