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Ni el amor ni la guerra

Ante los conflictos del mundo contemporáneo, el viejo lema hippy Haz el amor, no la guerra, tan bonito y bienintencionado, acaba siendo un problema. Para toda una generación, lo contrario de la guerra ha sido el amor. Había que escoger entre el amor y la guerra. O si se quiere entre la paz y la guerra, entendiendo por la paz un estado idílico y sin conflicto donde reina la justicia y la bondad. No había puntos intermedios, no existían estados posibles entre la paz o el amor y la guerra: o había una cosa o la otra. Blanco o negro. El lema positivo Haz el amor, no la guerra ha acabado generando un contralema negativo: como no es posible el amor, continuemos con la guerra.

He tenido ocasión de seguir una parte de la última campaña electoral británica en Irlanda del Norte, donde tienen un pasado reciente de guerra abierta, un presente marcado por un proceso de paz muy frágil y un futuro incierto. Volví optimista. Los resultados electorales no parecían alimentar mi optimismo: los partidos situados a los extremaos del arco, el Sinn Fein y los unionistas de Ian Pasley, comieron bastante terreno a sus respectivos moderados, a las órdenes de Hume y Trimble. En un panorama electoral en el que hay de hecho dos cuerpos electorales, el católico y el protestante, sin prácticamente trasvases de voto entre uno y otro, los radicales se impusieron a los moderados a uno y otro lado de la línea. Y a pesar de todo volví optimista.

Las recientes elecciones en Irlanda del Norte indican que entre la guerra y la paz hay un terreno frágil, en el que el conflicto político sigue abierto pero no hay muertos entre los bandos

Si creyese en el viejo lema hippy, tendría que haber vuelto muy pesimista. En Irlanda del Norte no se respira ni un átomo de amor. Vi un desfile orangista en Portrush y paseé por los barrios católicos de Derry y Belfast, y el conflicto entre comunidades no me pareció que se hubiese rebajado en absoluto. El conflicto de fondo está tan abierto y tan encrespado como siempre, y no es fácil imaginar una solución al gusto de todos. Ni los republicanos católicos ni los unionistas protestantes se van a ir de Irlanda del Norte y quienes ganen lo que sea, unas elecciones o un referéndum, lo harán con un 51% a favor, es decir, con un 49% en contra. Si para dejar de hacer la guerra hace falta llegar al amor, en Irlanda del Norte lo tienen crudo.

Pero estoy convencido de que entre el amor y la guerra -o entre la paz idílica y la guerra- hay un amplio margen de matices. Y sin amor y sin paz, es posible distinguir entre la guerra y la no-guerra. El franquismo, sobre todo el primer franquismo, no era ni el amor ni la paz, sino al contrario, la venganza y la injusticia. Pero aun así, en abril de 1939, cuando se acabó la guerra en el sentido estricto, muchas personas respiraron aliviadas, incluso entre los vencidos, porque la guerra es más terrible que la no-guerra, aunque ésta no sea la paz. La guerra es un estado de absoluta excepción en el que todo el mal es posible y se considera legítimo. La no-guerra también puede ser terrible, pero menos. Pasar de la guerra a la no-guerra, aunque esté lejos el horizonte de la plena paz o del amor, no es un paso minúsculo.

Por eso volví optimista de Irlanda del Norte. Porque me pareció que el conflicto está enquistado, pero que puede estabilizarse en la no-guerra. No vi ningún elemento de superación del conflicto de fondo ni de dibujo de una salida política que permita darlo por cerrado, pero tuve la sensación de que la población había cogido el gusto por la no-guerra, por la posibilidad de tomar una cerveza en un pub sin temer que estallase una bomba o entrase un chalado con metralleta. Si esperamos a llegar al amor para parar las guerras, lo tenemos mal. Podemos pararlas sin amor, sin confianza, con recelo, con un enfrentamiento político abierto, pero renunciando a la sangre, que actúa como una espiral: ascendente si se alimenta, descendente si se deja de alimentar.

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No sé si se trata de reinventar la conllevancia orteguiana. Es cierto que para solucionar los conflictos profundos hace falta justicia y confianza, y que en la no-guerra no hay ni justicia ni confianza. Por tanto, las soluciones son frágiles. Tenemos los Balcanes, como Irlanda del Norte, instalados actualmente en una situación de no-guerra, con la excepción relativa de Macedonia. No es ninguna maravilla, pero con guerra era mucho peor. Y si alguien lo duda, que repase el formidable documental Warriors que pasó hace poco TV-3. Si consiguiésemos algo parecido en el Próximo Oriente, en Euskadi, en tantas zonas en conflicto, no sería un paso menor. Entre el amor y la guerra hay posibilidades intermedias. Como mínimo, el alto el fuego.

Vicenç Villatoro es escritor y diputado por CiU.

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