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Tribuna
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Los costes de la desmemoria histórica

En un artículo reciente, Felipe González escribió que consideraba acertada la decisión de no rescatar la memoria histórica durante la transición española, lo cual ha permitido la reconciliación entre vencedores y vencidos de la Guerra Civil y entre los que sostuvieron la dictadura y los que lucharon por la democracia, aun cuando tal reconciliación se realizara a costa del olvido de lo que fue el golpe militar, la Guerra Civil y el régimen dictatorial que les siguió. Comentaba Felipe González que le parecía muy bien que otros países, tales como Chile, Argentina, Suráfrica y otros, hayan intentado, a diferencia de lo que ha ocurrido en España, rescatar la memoria histórica de la tragedia de las dictaduras para encontrar 'una vía más sólida de reconciliación que pudiera alcanzarse sin olvido, a través del establecimiento de comisiones en busca de la verdad que han permitido desenterrar y dar a conocer las barbaridades ocurridas en aquellos regímenes políticos'. Felipe González terminaba el artículo concluyendo que no se arrepiente de que no se intentara una recuperación de la memoria histórica en España, puesto que ello hubiera 'significado remover los viejos rescoldos bajo los cuales seguía habiendo fuego'.

Creo que la postura que Felipe González presenta en este artículo es representativa de la sostenida por gran número de dirigentes del centro-izquierda e izquierda españoles, personas a las que aprecio, admiro y considero mis amigos, pero con las cuales estoy en profundo desacuerdo en este aspecto importante de la transición española, puesto que considero que la reconciliación basada en el olvido ha sido no sólo un gran error político de las izquierdas en nuestro país, sino también una gran injusticia para todos aquellos, los vencidos de la Guerra Civil y los luchadores antifranquistas, cuya lucha por la democracia ha sido olvidada y que hoy se están muriendo sin que el país les haya dicho gracias, dándoles el honor, agradecimiento y reconocimiento que se merecen, con lo cual tal olvido ha sido la continuación de su derrota durante la Guerra Civil y el franquismo, puesto que, mientras la dictadura significó una represión brutal, la democracia ha significado la continuación de su marginación y falta de reconocimiento, continuando así una gran injusticia sobre la cual se construyó la transición y se ha ido construyendo nuestra democracia. Pero, como me señalaba el arzobispo Tutu, premio Nobel de la Paz y promotor de la Comisión de la Verdad (que analizó lo ocurrido durante el odiado régimen del apartheid de Suráfrica), en una conversación reciente, 'la democracia no puede ser estable cuando se basa en la injusticia reproducida en el olvido'. Y el olvido de nuestro pasado ha sido una enorme injusticia.

La única razón por la cual tal olvido podría moralmente justificarse sería en caso de que los dos bandos del conflicto civil y de la dictadura tuvieran idéntica responsabilidad por lo ocurrido y hubieran realizado la misma cantidad de violaciones de los derechos humanos. Esta equidistancia en la atribución de responsabilidad de nuestro pasado es el argumento más utilizado por las derechas de nuestro país para justificar tal olvido. La realidad histórica, sin embargo, no apoya tal postura. Un bando luchó para destruir la democracia y el otro luchó para instaurarla. La gran mayoría de los perdedores de la Guerra Civil pedían el establecimiento de un sistema democrático. No así en el bando vencedor, el cual, además, llevó a cabo, no sólo durante el conflicto civil, sino incluso más tarde, en tiempos de paz, la represión más brutal existente en el siglo XX en la Europa occidental, mucho mayor, por cierto, que la represión llevada a cabo, también en tiempos de paz, por los regímenes nazi en Alemania y fascista en Italia (el número de asesinatos políticos del régimen dictatorial español fue cien veces superior a los llevados a cabo por el régimen de Mussolini). Es más, tal represión fue metódica, sistemática y llevada a cabo como política de Estado, a diferencia de la represión durante la República, que fue en su gran mayoría espontánea como respuesta popular al golpe fascista militar y sin formar parte de una política sistemática del Estado Republicano. Aceptar el olvido no es, por tanto, ni ética ni políticamente neutral. Unos -los vencedores y los que apoyaron la dictadura- se han beneficiado mucho más que los otros -los vencidos y los que sufrieron la represión franquista-. Una vez más, la reconciliación se ha impuesto a los vencidos y a los oprimidos, que son los que, con el olvido, pagaron el mayor coste en aquella supuesta reconciliación, sufriendo marginación y olvido a la vez que el otro bando continúa honrando a los vencedores y perpetradores de los abusos y atrocidades en nombres y monumentos, en procesos de beatificación de sus víctimas e incluso, últimamente, honorando a torturadores. Es, por cierto, incoherente y traduce escasa sensibilidad democrática que el reconocimiento de las víctimas del terror y asesinatos políticos, con compensación familiar, se inicie a partir del año 1968, cuando la mayoría de asesinatos políticos en tiempos de paz en nuestro país (más de 200.000) tuvieron lugar desde 1939. Apruebo y aplaudo que se reconozca y compense a las víctimas del terrorismo, pero protesto porque se discrimine a las víctimas del terror franquista (1939-1975), la mayoría de las cuales fueron luchadores por la democracia.

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Se me dirá que tal olvido de la memoria histórica ocurrida desde la transición no ha sido una imposición, sino que ha sido resultado de una voluntad popular expresada a través de las decisiones de las Cortes Españolas al aprobar la Ley de Amnistía, cuya aprobación por parte de los representantes de los vencidos y luchadores antifranquistas significó una gran generosidad por su parte. Pero tal generosidad no puede extenderse para que cubra no sólo la amnistía, sino también la amnesia colectiva, la cual no fue resultado, como erróneamente indica Carlos Castresana en su interesante artículo Transición, memoria y justicia (1 de mayo de 2001), de que al ocurrir la transición 'no hubiera miles de desaparecidos víctimas de razón del Estado y porque la casi totalidad de los responsables de los crímenes sistemáticos de nuestra guerra y postguerra civil ya habían muerto'. En realidad, durante la dictadura hubo miles de desaparecidos políticos, que todavía no constan como tal y de los cuales se desconoce su paradero. Y muchas de las personas responsables de la represión franquista continúan vivas con cargos de responsabilidad, orgullosas de su historia de represión, que continuó hasta el final de la dictadura. Lo que explica aquella amnesia fue el gran dominio de la derecha durante la transición en los aparatos del Estado y en los medios de información y persuasión, que forzaron tal amnesia en la cultura mediática y política del país. Es más, tanto el Ejército como otros poderes fácticos -desde la Iglesia al empresariado- continuaban enormemente fuertes y las izquierdas estaban temerosas de antagonizarles. Es por eso por lo que coincido con Felipe González en que es un error el intentar dar lecciones de democracia a otros países; ahora bien, no porque cada país deba desarrollar su propio modelo (lo cual es obvio), sino porque nuestra transición dejó mucho que desear y no puede presentarse como ejemplar.

El olvido ha sido no sólo una gran injusticia, sino también un gran error político, con costes muy elevados, incluyendo el desconocimiento por parte de nuestros jóvenes de nuestra propia historia. Una de las sorpresas mayores que me he encontrado a la vuelta a mi país (del que tuve que irme por razones políticas en 1962) fue el desconocimiento por parte de nuestra juventud de lo que fue la Guerra Civil y la pesadilla y horror del régimen franquista. La juventud española no sabe la historia de su país en los últimos cincuenta años. Y los datos lo muestran. En una encuesta reciente de conocimiento por parte de los jóvenes europeos de su pasado reciente, España y Austria (los dos países que han silenciado su pasado reciente) eran los países donde la juventud tenía menos conocimiento de lo ocurrido en su país durante sus regímenes dictatoriales. En otros países que sufrieron regímenes semejantes, como Alemania e Italia, la juventud fue educada sobre lo que fue el nazismo y el fascismo, y son conscientes de los horrores impuestos por aquellos regímenes. No así España. Un ejemplo de ello ocurrió recientemente a raíz de las declaraciones del Rey, escritas por el Gobierno conservador actual, en las que se olvidaba que a Cataluña se le prohibió durante el franquismo hablar su lengua, el catalán. Y cuando hubo una protesta en Cataluña sobre tal olvido, el presidente del Gobierno español acusó a los que protestaron de ser hipersensibles, mientras que portavoces y líderes del mayor partido de la oposición de las Cortes Españolas definieron tal protesta como mera expresión de un 'nacionalismo oportunista', insultando así a todos los catalanes y a todos los demócratas españoles que nunca debieran olvidar lo que pasó en nuestro país. Y por si fuera poco, nada menos que la ministra de Educación del Gobierno conservador actual, en una entrevista concedida a este diario (6 de mayo de 2001), ponía en duda que en Cataluña se hubiera prohibido hablar en catalán durante el franquismo. La primera vez que tuve problemas con la Policía Nacional franquista fue cuando, a la temprana edad de siete años, un agente de tal cuerpo me abofeteó en las calles de Barcelona por hablar en catalán, gritándome que no hablara como un perro y que tenía que hablar como un cristiano. Y durante años, el franquismo prohibió la utilización de mi lengua materna en las instituciones, incluyendo escuelas y universidades de Cataluña. Y lo mismo ocurrió en el País Vasco. ¿Cómo puede una ministra de Educación española olvidar tal realidad? Por muchas matizaciones que la propia ministra o el Gobierno hayan hecho, lo cierto es que el partido que gobierna España no ha condenado de una manera contundente el régimen franquista, favoreciendo este olvido que están manteniendo vivos los viejos rescoldos bajo los cuales sigue habiendo fuego, dificultando la auténtica reconciliación, la cual exige -como bien me decía el arzobispo Tutu- el reconocimiento de los errores cometidos con expresión de desagravio hacia sus víctimas. Es más, no puede haber en España una cultura auténticamente democrática hasta que no haya una cultura antifranquista, para la que se requiere una viva memoria histórica.

Las fuerzas políticas que han intentado mantener viva tal memoria histórica han sido las nacionalistas demócratas, las cuales han rentabilizado con éxito -como lo demuestran las últimas elecciones vascas- este recuerdo histórico. Como demócrata, les agradezco tal esfuerzo, aun cuando estoy en profundo desacuerdo con su interpretación de nuestra historia reciente. No es cierto, por ejemplo, que la victoria del golpe del Ejército y régimen dictatorial que le siguió fuese la victoria de España contra Cataluña, como amplios sectores nacionalistas catalanes indican. En realidad, la gran mayoría de la burguesía catalana y la Iglesia catalana apoyó el golpe militar y el franquismo, mientras que los sectores más activos de la lucha antifranquista en Cataluña fueron sectores de la clase trabajadora catalana -tanto la de habla catalana como la de habla castellana- que lucharon por la libertad y, con ella, la identidad catalana oprimida. No fue España (cuya República facilitó la personalidad institucional catalana y su cultura), sino la odiada dictadura franquista la que nos prohibió a los catalanes utilizar nuestra lengua materna. Ha sido un gran error histórico de las izquierdas el permitir a los nacionalistas que monopolizaran la memoria histórica. Hoy, la juventud no identifica a las izquierdas con la lucha por la libertad, la democracia y la pluralidad, lo cual no hubiera ocurrido si las izquierdas hubieran mantenido vivo el recuerdo de la experiencia de la República (con su visión plural de España, en lugar del uniformismo opresivo del franquismo) y de la resistencia antifranquista, presentándose como su heredera. Éste es el gran coste político de su olvido.

Vicenç Navarro es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Pompeu Fabra.

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