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Columna
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La momia

San Fernando esperaba arriba, frente al altar, encerrado en una caja de oro, cristal y plata. Cuando la hilera de gente nos dejó paso, subí con mi padre y fijé mis fascinados ojos de niño en la vitrina: sobre un lecho de seda o terciopelo había un animal extraño, disfrazado de paje; la piel era gris, endeble y cuarteada como el papel de un cigarrillo abandonado en un cenicero; los tejidos de las vestiduras se deshilachaban por todas partes, aburridos de estar unos junto a otros por espacio de tantos siglos; la mano de reptil apretaba la espada contra el vientre, o no sé si mi memoria ha fabricado ese detalle a fuerza de compulsar mi recuerdo con monumentos y esculturas de túmulos: yo no quería mirar la mano con demasiada intensidad por temor a romperla. Había también una capa, al cabo de la cual sonreía atrozmente una calavera casi desprovista de dientes y tocada con una cómica corona. Al salir, mi padre me preguntó si me había gustado y yo asentí por cobardía: pero nadie podría borrar la flagrante sensación de fraude que aquella visita había dejado en mi alma infantil. Los libros, el maestro y papá me habían hablado tanto de aquel ser cuasidivino, siempre envuelto en una tormenta de espadas y corceles, conquistador de media Andalucía y azote de infieles, que no podía entender qué tenía que ver con aquel enano cochambroso y humillante expuesto en el escaparate de la catedral. Y tampoco entendería, de mayor, cómo podían hablar del cuerpo incorrupto del santo refiriéndose a aquel pobre saco de cenizas, que cada año se exhibe a la necrofilia de los visitantes.

Las momias siempre causan el efecto inverso del que pretenden: buscando elevar a la inmortalidad a un hombre excepcional, no hacen sino mostrar su frágil envoltura de carne y polvo. Puestos a hacer de turistas por la catedral de Sevilla, bien está pasearse por el tesoro y contemplar los numerosos relicarios alojados en los armarios; la repetición morbosa de dientes, huesos, cabellos, nos permitirá refrendar la certeza de que los santos son seres como cualquier otro, hombres compuestos de la misma fútil materia, de las mismas células efímeras, de idénticas emociones sin consistencia. El tiempo, los libros, la fantasía engordan la figura de esos hombres hasta hacerlos de la altura de nuestros sueños, convirtiéndolos en el prototipo de lo que nuestra desilusionada habría querido ser.

La lección de la momia es elemental y alentadora: cualquiera puede ser santo y héroe, e incluso es posible que lleguen a reconocerlo como tal si tiene la suerte de colocarse en el bando correcto. La vida de todo individuo cuenta con un instante al menos de gloria, de secreta justificación: un destello fugaz de genialidad o heroísmo que disculpará todo el resto, la mediocridad, el olvido, el insufrible tedio del día a día. Pero como la historia la escriben los vencedores, es necesario que todo héroe halle su amanuense, aquel que cante sus hazañas y relate su hagiografía: qué sería de Napoleón sin Stendhal, de Edgar Poe sin Baudelaire, de Alejandro Magno sin Manfredi. De lo contrario, el héroe seguirá caminando anónimamente por las calles, ignorante de su importancia, amargado por su anonimato, compartiendo su inocencia con esa muchedumbre de héroes insignificantes que pueblan las ciudades.

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