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Una etapa extraña

Cuando ha transcurrido ya un año y medio desde las elecciones catalanas de octubre de 1999 y, por consiguiente, la actual legislatura autonómica se acerca rápidamente hacia su previsible ecuador, nuestro panorama político se halla -o así me lo parece- empantanado en una inusual perplejidad, o tal vez sea desorientación, o quizá indefinición. Alguien aficionado a las citas y a la prosopopeya diría que, mientras lo viejo no acaba de morir, lo nuevo no termina de nacer, pero me temo que el diagnóstico real sea mucho más complejo y difícil que eso.

En estos últimos días, el resultado de los comicios vascos ha actuado como un eficaz revelador de las paradojas del paisaje político catalán. Así, hemos visto al PSC-Ciutadans pel Canvi congratularse sin rebozo ante la nueva composición del Parlamento de Vitoria. ¿Los socialistas catalanes, satisfechos de que sus correligionarios de Euskadi, a cuya campaña contribuyeron -bien es verdad que como gato arrastrado por la cola-, hayan perdido un escaño? Pues sí, muy satisfechos, y por razones evidentes: si a Pasqual Maragall ya le está costando que su labor opositora levante el vuelo, reprochar a Jordi Pujol su alianza con el PP durante los próximos dos años, mientras en el País Vasco gobernaban juntos Mayor Oreja y Redondo Terreros, hubiese sido una misión suicida.

Felizmente disipada esa amenaza, subsiste el hecho que cronistas y analistas reconocen con rara unanimidad: a pesar de sus innegables cualidades políticas, el ex alcalde de Barcelona no ha conseguido acomodarse al papel de líder de la oposición parlamentaria, y las ruidosas innovaciones que introdujo en el modus operandi de su grupo no terminan de cuajar; un solitario diputado de Esquerra (Joan Ridao), con su informe sobre los asesores del Gobierno de la Generalitat, ha causado más impacto que todo el 'gabinete en la sombra' maragalliano en siete meses de vida. Dicho de otra manera, y recurriendo a una analogía de moda: hoy no está nada claro que la ajustada derrota de Maragall en 1999 fuese una victoria aplazada como la de Aznar en 1993.

Por lo que se refiere a Convergència i Unió, ni sus horizontes están más despejados ni son menores sus contradicciones. Éstas quedaron de manifiesto la pasada semana, cuando la explosión de alegría por la victoria de PNV-EA y el descalabro de la cruzada españolista sobre Euskadi fingió olvidar que quienes tanto se alegraban necesitan a los cruzados para seguir gobernando. Y sí, claro que el triunfo de Ibarretxe hizo subir la moral y las esperanzas del pujolismo, pero no aligeró ni un ápice su dependencia aritmética respecto del PP, como éste se ha encargado de recordar con cruel presteza.

En un orden de cosas más general, mientras el proceso sucesorio de Jordi Pujol parece momentáneamente encarrilado y el tránsito desde la coalición a la federación de partidos se produce sin grandes sobresaltos, sospecho que la inquietud mayor dentro del universo convergente es otra, más sutil y soterrada, aunque se exteriorice en la proliferación de reflexiones, ensayos y propuestas; es la inquietud que nace de saber que se acercan nuevos tiempos, pero ignorar cuáles. Tras dos décadas de certidumbres y estabilidades cifradas en el binomio Pujol-poder, el nacionalismo mayoritario intuye que las cosas cambiarán, pero desconoce en qué medida y sentido: ¿le permitirá el liderazgo de Artur Mas permanecer en el gobierno o le arrastrará a la oposición? Si lo primero, ¿en qué condiciones? ¿En una gran coalición con el PSC? ¿En un bloque nacionalista con Esquerra Republicana, o en un bloque conservador con el PP? Disyuntivas tan acusadas siembran por fuerza entre cuadros y militantes cierta sensación de vértigo y desazón.

Tampoco son pequeños los dilemas que acechan al Partido Popular de Cataluña, y también sobre él las elecciones vascas han proyectado una sombra ambigua. De entrada, la sombra de un fracaso: el de la táctica del asalto frontal, del ariete que golpea la fortaleza nacional-periférica, la táctica de Mayor Oreja. ¿Supone ello un mal augurio para la eventual operación Piqué? A mi juicio, el problema de Piqué no es que fuese a repetir aquí las recetas tremendistas que han fracasado en Euskadi -es demasiado listo para caer en un error tan burdo-; el problema es que Cataluña ya resulta estrecha para las ambiciones del hoy canciller español, y el ejemplo de Jaime Mayor habrá aumentado sus dudas a la hora de sacrificar la carrera ministerial en una aventura autonómica sin garantías.

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Así, pues, el PP continuará descansando sobre los hombros del discreto pero tenaz Alberto Fernández Díaz la labor de zapa y desgaste, de sofocar al Gobierno de CiU sin asfixiarlo, y aplazará sine die cualquier decisión estratégica con respecto a Cataluña: tanto la designación de su presidenciable como el acuerdo sobre lo que quiere ser de mayor: si báculo-relevo del nacionalismo moderado, o espuela españolista del maragallismo, o mero convidado de piedra...

Esquerra Republicana, por su parte, ha acentuado en los últimos tiempos su equidistancia crítica entre el PSC y CiU, su celosa independencia respecto de los dos grandes, su papel de partido radical en la confrontación y la denuncia. El problema o el riesgo es que, después de otros 30 meses cultivando esa táctica, en otoño de 2003 los electores no sepan ver en ERC a una alternativa creíble, sino sólo al pugnaz Pepito grillo de la política catalana.

Lo dicho: una etapa extraña, gris, amorfa, donde cada grupo parece mucho más atento a explotar los errores o las debilidades de los adversarios que a promover sus propias iniciativas.

Joan B. Culla es historiador.

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