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SAQUE DE ESQUINA
Columna
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Charly Dundee

Carlos Rexach tuvo siempre una inconfundible figura de pionero. En sus viejos tiempos de jugador parecía uno de esos desgarbados australianos de Adelaida que bajan del remolque, descuelgan el sombrero de ala ancha, sacuden el polvo de las perneras de sus pantalones de dril, se ajustan los botos camperos y se van en busca del cocodrilo del año.

Quizá por ese aire inconfundiblemente sajón sus colegas le llamaban Charly. Su aspecto no prometía gran cosa; es justo reconocer que parecía un calamar cosido a un escudo. Tenía una cabeza angulosa, un torso plano como una pared y unas zancas huesudas que solía manejar con desigual firmeza. A menudo se enredaba en el intento de conducir la pelota. Después de sus esforzados intentos por componer el tipo, todos temíamos que acabase peleándose con ella.

Nunca se supo si aquel estilo desmadejado era en realidad un defecto técnico o un efecto teatral. Venía por el callejón del 10 entre quiebros o tropezones, quién podía saberlo, y en ese instante comenzaba una extraña ceremonia. Cada dos o tres zancadas armaba los hombros, se equilibraba con ayuda de los brazos, levantaba la cabeza en busca de un compinche, y era entonces cuando aparecían sus soplos de talento. Si veía llegar a Cruyff revestido con los galones de mariscal, invariablemente le daba el pasaporte para el gol. En su ausencia clavaba la pierna derecha, levantaba la izquierda y, después de trazar un interminable arco de circunferencia, embocaba alguno de aquellos disparos venenosos que pasaban zumbando junto a la oreja del defensa central.

Más tarde, en su etapa de entrenador, Charly volvió a hacer causa común con su inseparable camarada. Todavía recordamos las miradas de complicidad que intercambiaba con él en la esquina del banquillo, su sonrisa socarrona cuando alguien que pretendía meter el pie terminaba metiendo la pata y, en fin, su inconfundible perfil sajón: su deshilachado flequillo rubio, su nariz aguileña y, cómo no, su porte renqueante de pistolero retirado.

No podemos saber si tantas horas de fútbol y filosofía alcanzarán a garantizarle el éxito, pero tenemos buenas razones para pensar que conserva su gusto por el juego elaborado y que sigue manteniendo su antigua debilidad por el arte y los artistas.

Para sobrevivir con dignidad, sólo tendrá que ser consecuente con el principio que dio lustre a su escuela y acreditó para siempre su estampa de grulla: en el fútbol todo es perdonable, salvo el aburrimiento.

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