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Crítica:CRÍTICA | CLÁSICA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Hedonismo a raudales

Ante las polícromas sonoridades de Ma mère l'Oye, costaba entender que Ravel la escribiera para piano y que, sólo a partir de un encargo, adquiriera la riqueza tímbrica de la versión orquestal. Sin embargo, no es éste un caso aislado, sino muy frecuente en el catálogo de Ravel: muchas de sus obras nacen para el piano a pesar de haberse convertido, luego, en auténticos manuales de orquestación: ahí están, por ejemplo, Le tombeau de Couperin, La Alborada del gracioso y La Pavana para una infanta difunta, obras, todas ellas, que se escucharán también en este ciclo. Pudimos observar esa misma faceta, pero aplicada a la obra ajena, en la sesión que comentamos. Los Cuadros de una exposición metamorfosearon, sin traicionarlo ni minimizarlo, el original de Mussorgski. Y siempre resulta muy difícil decidir si nos gusta más la versión pianística o la orquestal, porque aquélla aguanta la comparación sin perder el carácter o el brillo, mientras que ésta mantiene intacto el espíritu con que fue creada a pesar de la nueva paleta con que se presenta.

Consciente de la importancia que el color tiene para la obra de Ravel, Maazel prodigó sus maneras de orfebre -presentes siempre, en cualquier tipo de repertorio- y procuró que brillasen todos y cada uno de los instrumentos de la orquesta: delicadísimas sonoridades de la madera en el Preluido de Ma mère l'Oye, magma fascinante de cuerdas y vientos graves del que surgiría La Valse, metales impecables -pese a la intensidad- en los Cuadros de una exposición... No era difícil conseguirlo, con una formación del calibre de la Filarmónica de Israel. Por otra parte, aunque el director americano no sea, quizás, de los que agita las capas más profundas del ánimo, tiene un instinto certero para satisfacer la faceta hedonista de nuestros oídos. Y Ravel le proporciona el mejor material de base para conseguirlo. Las gradaciones dinámicas, los artificios del fraseo, la limpieza de sonido, las luces y las sombras... Ciertamente, pudo faltarle un punto de angustia a ese vals dislocado, que estaría muy cercano a las destructivas marchas de las sinfonías mahlerianas si no fuera por el toque de distinción -y de distanciamiento- que Ravel conserva siempre. Pero sólo un punto, porque versiones tan de referencia como la de Monteux son bastante más contenidas. También hubiera gustado algo más de autenticidad en los Cuadros de una exposición, pues Mussorgski debe -y puede- sonar ruso, incluso en manos de Ravel. Por el contrario, sobraron ciertos excesos en el bis de Verdi (La forza del destino): lo que ya es tremendo no precisa de tremendismo alguno. Por eso la batuta hubiera hecho bien en dejarlo volar por su propio impulso, sin forzar los motores. Sólo necesitaba algo que Maazel proporciona siempre: claridad, eficacia y energía. Fue atinada su elección, sin embargo, ya que era muy difícil, tras las filigranas de Ravel y el lenguaje directo de Mussorgski, encontrar una partitura que no desentonara. Y la obertura, tan estremecedora como sutil, sirvió de colofón perfecto a las delicadezas del francés y al vigor del ruso.

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