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Cartas al director
Opinión de un lector sobre una información publicada por el diario o un hecho noticioso. Dirigidas al director del diario y seleccionadas y editadas por el equipo de opinión

Bastones

'¿Por qué no usa usted un bastón? Le ayudará'. La recomendación viene de la veterana asistenta que desconfía, razonablemente, de mi vigor. Poseo varios, extraviados en el fondo de algún armario, como cualquiera de mi generación. Sé que los jóvenes, al leer esto -si alguno lo hace- sentirán incredulidad y sorpresa; pues sepan que los varones de antaño no sólo gastábamos bastón, sino sombrero y guantes de forma habitual.

Enseño a mis descendientes fotografías donde aparezco de esa guisa y se mondan de risa. La Academia lo define como una vara de diferentes materias, con puño y contera, que sirve para apoyarse al andar. Quizá, si se vuelve a poner de moda caminar, volvamos al uso del adminículo que me encarece la asistenta.

En un principio, allá por la prehistoria, se inventó el bastón como distintivo de poder entre los individuos que pululaban por Atapuerca y Altamira, síntoma muy humano el de hacer notar al prójimo, a través de símbolos esclarecedores, quién manda aquí.

Me asomo a ese pozo de ciencia que es el Espasa y me informa de que era muy común en la vieja Grecia. El amigo Edipo descifró el caníbal enigma de la Esfinge: el niño que gatea, el hombre erguido y el anciano, con la tercera pata de madera. Fue un complemento elegante para los atenienses, semejante a los que ahora están arrinconados. El largo, hasta sobrepasar el hombro, para los vetustos y los campesinos, un báculo donde agarrarse. El bastón recto, usual entre los pisaverdes de la Acrópolis, si es que había césped por allí. Decae en Roma, donde el que no estaba sentado en el Senado o en los baños públicos recorría el universo conocido empuñando una lanza, en las legiones. Todo el rato.

Leo que retoña el hábito en la Edad Media, reservado, como es de suponer, a las clases dominantes. Los hacían de oro, de plata, de marfil, de asta, en maderas preciosas, a veces forrados de cuero. En el puño, verdaderas virguerías, que de algo habían de vivir los orfebres, además de cincelar coronas, custodias, arcas santas y joyas menudas.

Sigue siendo emblema de autoridad, tanto regia como militar y forense. En el ámbito marcial tuvo específicos significados: recuérdese el vaticinio con que Napoleón animaba a sus ejércitos, sobre el de mariscal en la mochila de cualquier soldado del imperio. Y los bastones barrocos, que con garbo maneja el tambor mayor, lanzándolo al aire cuando desfila al frente de la banda de música. Se llamaba porra, por la descomunal bola del remate. Al instalar el campamento, lo hincaban en el lugar adonde enviaban, como castigo venial, a los reclutas torpes: '¡Vaya usted a la porra!'

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Tuve unos cuantos, sin llegar, ni de lejos, a la colección de Antonio Gala. Algunos con estoque envainado, otro que sirvió a un tratante para medir la alzada de las caballerías. Recorriendo el londinense Portobello Road con Jesús Pardo, se me antojó un bastón chino de ceremonia, en marfil repujado, sin puflo, por el que pretendí regatear el precio, lo que, muy apurado, me reprochó el escritor: 'Eso, aquí no se hace'. Al tercer pase, la chamarilera me rebajaba un par de libras. Por ahí anda. Los hay con caña de pescar incorporada, los que se bifurcan para que instalen el trasero los cazadores de puesto; los vaciados para contener raciones clandestinas de licor y cien otras variedades.

Era preciso dejarlos en alguna parte y las casas y muchos lugares públicos tenían muebles especiales, panoplias bastoneras donde confiarlos. Véase cualquier perchero modesto, con el lugar reservado para los bastones y también los paraguas. Ha sido aditamento masculino, que no han desdeñado las damas lisiadas de la cadera.

Hace varios días que lo utilizo en mi paseo cotidiano. He encogido, porque sólo uno le viene bien a mi brazo. Intento recordar su manejo, algo no tan simple como parece, pues exige un ritmo, una cadencia acordada con el paso y el movimiento corporal. Observo, con secreta complacencia, que hay en Madrid muchísimas personas, de ambos sexos, que se auxilian de este singular apéndice, y podríamos clasificarlo como anticipo de la silla de ruedas o el butacón delante de la tele. Lo confieso: no encontré a nadie con edad inferior a los 67 años. Ya vendrán, ya.

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