_
_
_
_
_
VISTO / OÍDO
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Guardaespaldas

Me pareció que los seis concejales socialistas del País Vasco tenían derecho a rechazar la escolta; nadie puede obligar a ser escoltado a quien no quiere. Tengo este costoso y apurado vicio de creer en las libertades individuales. Una voz respetada me hizo ver que un cargo público tiene obligaciones más allá de las preferencias propias y que hay en él una parte que pertenece a los demás: los guardaespaldas defienden una situación, están frente a un enemigo público; presentes, precisamente, donde ése puede aparecer.

Tampoco ellos están por gusto: se juegan la vida, a veces la pierden con la del amenazado, pero están en su puesto. Esos concejales amenazados genéricamente han optado por dimitir. Ya se les acusa de haber utilizado el subterfugio para abandonar el puesto de peligro: los cazadores de brujas. Lo peor del inquisidor es que subvierte los hechos y la horda corre con ellos. Estamos en el fracaso de la primera piedra, consecuencia del fracaso general del evangelio. Cuando el libertario de Galilea dijo que quien esté libre de pecados tire la primera piedra, la tirarían contra la adúltera y contra el propio pacifista.

Todos creemos que estamos libres de pecados. Yo no quise, tampoco, escolta. Un director general de seguridad me dijo 'le voy a poner usted un funcionario'; y no lo acepté. Eran tiempos de disparos: habían matado a los laboralistas de Atocha, a algunas personas más. A mí me despertaban a la madrugada y me decían 'A ti o a tu hijo'. No podía cerrar el teléfono porque me desconectaba de otras urgencias reales. Cuando rechacé al 'funcionario', y el juez de orden público me dijo que no podía hacer nada, recibí otras recomendaciones de la policía: debía agacharme cada vez que pasara junto a una ventana, retroceder al portal si al salir a la calle veía gente extraña (y tan extraños: vivía frente a un tanatorio, y los hombres paseaban para fumar por la calle, con la barba crecida, el gesto duro tras la noche de dolor y vigilia); y me daba vergüenza. Vivía solo, en un interregno sentimental, y me hubiera reído de mí.

Tengo otro grave defecto: en la guerra no creí que bombas y disparos fueran para mí, y en estos casos tampoco. Pero no recomendaría hoy, a nadie en esta situación brutal, que no quiera escolta.

(Lo que yo necesito es un guardamentes que proteja lo que digo de lo que dicen que digo; que no me apedreen sin ser ni siquiera adúltero).

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_