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Columna
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El imperio contraataca

Al primer gran imperio europeo de la historia le ha tocado ser el último en desperezarse ante las consecuencias migratorias de su antigua borrachera territorial. Fue el sabio Nietzsche quien dijo un día que los españoles habían enloquecido porque lo quisieron todo.

Desde los años sesenta, el Reino Unido y Francia, con sus espléndidas metrópolis, Londres y París, son el espejo de su dilatada correría por el mundo. La epidérmica paleta de colores en el metro de ambas capitales atestigua de lo vasto que fue su arco iris de tierras y de razas.

El más longevo y extenso de los dos imperios, el británico, podía considerarse ya básicamente formado a fin del XVIII, aunque, al igual que el francés, sólo adquirió su universal fisonomía en la segunda mitad del XIX. El español, que se despertó, acompañado de su vecino portugués, al término del XV, para sobrevivir, más homogéneo que diverso, hasta el XIX, concluía cuando sus sucesores apenas entraban en sazón.

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Y es en el tránsito entre los siglos XX y XXI cuando España se ve de bruces ante la oportunidad y el problema de acomodar una inmigración, que todos los indicadores sociales apuntan que va a ser imprescindible para que funcionen las ciudades, se roturen los campos y se paguen las cuentas de la Seguridad Social. Unos cuantos millones de pares de brazos, y en un plazo de no muchos años.

Todo ello es un problema porque la sociedad española no está formada sólo por seres magnánimos y bienaventurados que quieran al prójimo como a sí mismos, sino que suelen ver indiscriminadamente la tele y eso les causa pesadillas diurnas. Como consecuencia de ello, la representación del otro se convierte en una amenaza. Pero también en una oportunidad, porque la sociedad española tiene hoy la suerte de poder hacer de necesidad virtud para servir a dos amos tan exigentes como son el deber y la conveniencia.

La emigración-inmigración es un fenómeno en el que hay dos interesados; el que da y el que recibe, hasta el punto de que parece razonable esperar que ambos pretendan salir beneficiados. Y en aplicación del principio de la soberanía nacional, diríase que todos los países tienen derecho a preferir a unos visitantes sobre otros. El mundo, sabe usted, no es perfecto.

El Reino Unido y Francia, por su parte, han preferido, o se han resignado de antiguo a que sus ex colonizados, por delante de cualquier otro contingente humano, le alquilen in situ su feraz mano de obra.

Y lo que ahora se plantea, como en los casos anteriores, es el inevitable contraataque del extinto imperio español. Ecuatorianos, bolivianos, peruanos, colombianos, mexicanos, dominicanos, centroamericanos, y si Castro lo permitiera también cubanos, tienen derecho a pensar que ahora es su oportunidad -a la vez que problema- de implantar un nuevo sonido de la lengua en su lugar de origen. Por esta razón, una parte de los mestizos y criollos, que existen porque existe España, intentan radicarse en nuestro suelo, no pocos con la intención preclara de volver un día a ser españoles como lo fueron -si bien que malqueridos- durante la colonia. Todo lo que viene a constituir la mayor fortuna para la península Ibérica.

Si España necesita torneros, de seguro que irá a buscarlos donde verosímilmente sepa que los fabrican de la mejor calidad, sea Polonia o Bangla Desh; pero, en términos generales, las mejores fábricas de españoles futuros y de residentes con la respetable intención de volver un día a su país es evidente que se hallan en la América Latina de habla castellana. Y sin preguntarles, por supuesto, a qué santo les gusta encomendarse.

A estas alturas debería ser innecesario recordar también cuántos españoles emigraron dos veces a esas tierras, incluso con el intervalo de unos siglos; la primera, como conquistadores, y la segunda, como trabajadores, pero siempre en busca de otra vida. ¡Qué pocas naciones han tenido el privilegio de colonizar dos veces! Pero es que España aún tiene una tercera, porque lo que un día fue devastadora conquista, y luego paciente bonificación del territorio, ahora es devolución de visita del colonizado para que sigamos beneficiándonos de su trabajo hasta sin tener que cambiar de continente. Los antaño conquistados son tan gentiles que se nos vienen a trabajar a domicilio, aunque en esta ocasión cabe esperar que para recibir un trato mucho más decente.

¿Es preferir a un inmigrante sobre otro, por condición de lengua y de cultura, muestra de discriminación y xenofobia? Muy al contrario, discriminador sería no preferir a quienes, poseyendo esa lengua común, se beneficiarían y nos beneficiarían por esa circunstancia.

Pero la lengua no lo es todo. Aquí, el asunto que prima son también realidades vecinas y responsabilidades añejas. Marruecos no puede quedar ausente de ningún planteamiento de estas características por relaciones coloniales, por intimidad geográfica y por parentesco de sangre. Suficiente número de marroquíes ha muerto en los campos de batalla de España, en uno u otro bando, desde los reinos de Taifas hasta la taifa de Franco, para que ahora se pueda discutir su derecho, aunque con la regulación que sea pertinente, de venir a vivir en lugar de morir en España.

Y aún queda Filipinas, de la que su regreso podría ser la forma de que el archipiélago recordara que un día su vida también solía regirse en español.

La nómina de deberes e intereses que España podría satisfacer, privilegiando la inmigración de los grupos humanos mencionados, no se agota, sin embargo, en la material contabilidad de lo económico, o en la comodidad de una integración libre de barreras lingüístico-ancestrales. Si la soberanía -la poca que el futuro nos depare- se expresa todavía en la política exterior, es del máximo interés soberano y exterior de España contemplar la inmigración norteafricana, andina, caribeña, indígena o afroesclava con absoluto carácter prioritario.

España tiene en América Latina de nuevo tanto una oportunidad como un problema. Ocurre que en todo el cinturón de los Andes, en la cuenca del mar Caribe y en el golfo de México, la dominación casi absoluta registrada hasta la fecha por los herederos de la conquista, más alguna escueta tropilla de europeos asimilados, no va a durar eternamente. Es imposible que el 90% largo de indios y mestizos bolivianos, un número similar de ecuatorianos, la larga reserva menos que blanca de Colombia, toda América Central y el color cetrino de las islas antillanas no acabe por imponerse un día, y por mucho quinto centenario que bailemos, la actitud del indio, puro o mestizo -el negro padece menor indignación porque fue, como el español, también un visitante- es cada día menos amena para nuestro país. Y los que no se hayan percatado de ello, que escuchen los discursos electorales del cholo Toledo en el Perú o las relamidas proclamas del blanco Marcos, embozado de subcomandante, en México, cada vez que nos mientan a la madre en la conquista.

Ya sabemos que la colonización de América fue una salvajada, como han repetido con autogratificación durante siglos complaciente los racismos que nos flanquean, Francia, Países Bajos -cuya Iglesia nacional, calvinista, es la única que asumió la segregación étnica en los templos surafricanos- y el Reino Unido, tan ocupado siempre en ennoblecer piratas; pero acontece que hay unos países en lo que llaman América Latina que, pese a todo, tienen algo en común con España, e influirá poderosamente en la imagen que de nuestro país tengan esas naciones del color del cobre lo que aquí se haga con todo el personal que, en gravísimo estado de necesidad, recaba hoy mejores pastos en Europa.

Si España cosecha una buena muestra de latinoamericanos, preferentemente de etnias subidas de color, que son las que más anhelan el trasplante, esa cabeza de puente del regreso, esa conquista de ida y vuelta, integrada en la sociedad en que vivimos, será la mejor protección contra los malos recuerdos y las peores intenciones. Y otro tanto hay que decir de nuestro íntimo vecino al mediodía.

En esta hora en la que el difunto imperio ya no asusta a nadie, pero cuyos fantasmas pueden movilizar tan negativamente las conciencias, sería excelente negocio para todos hacerle una OPA a la inmigración que reza o injuria a quien le dé la gana, pero que, con el debido respeto a las lenguas del indígena, se ve obligado a hacerlo abrumadoramente en español.

En la hora en la que el imperio de España contraataca, lo mejor que cabe hacer es ponerse de su parte; que es la nuestra.

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