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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Pujol se va

El líder de Convergència i Unió (CiU) y presidente de la Generalitat, Jordi Pujol, anunció ayer solemnemente que renuncia a presentarse a una nueva contienda electoral. No por previsible la decisión deja de ser relevante. Y acertada. Lo es para Cataluña, porque abre la posibilidad de desbloquear una vida política autonómica espesa, en la que el peso de su carisma y de su pulsión intervencionista ha acabado provocando muchos estrangulamientos. Y lo es para CiU, porque en el arreglo ordenado de su reemplazo -algo complejo, dado el difícil equilibrio entre los segundos Artur Mas y Josep Antoni Duran Lleida, establecido también ayer- estriba la única posibilidad de afrontar dignamente y sin excesivos desgarros el pulso con el líder de la oposición, Pasqual Maragall, que desborda en las encuestas, y de permanecer en el futuro como formación política con arraigo.

Al fijar la fecha de su jubilación -lo que supone de hecho el traspaso inmediato de autoridad hacia sus delfines-, Pujol hace gala de que la edad y el desgaste de dos décadas en el poder no han destruido su realista olfato político. El veterano líder ha sabido constatar el propio declive público, algo obligado, pero siempre difícil. Hay sobrados ejemplos de políticos que no han sabido medir el efecto demoledor del tiempo.

Pujol ha procesado los signos del agotamiento de ciclo histórico que aparecen en el corazón de su propio territorio sentimental: las comarcas periféricas y la Cataluña interior y rural, como se ha puesto dramáticamente de manifiesto en la rebelión de las Tierras del Ebro con motivo del Plan Hidrológico. Signos que mellan también la propia identidad de su coalición nacionalista, convertida, por obra de la aritmética, en sucursal de hecho del nacionalismo rival, el reverdecido españolismo centralista de genealogía casticista.

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No es hora todavía para un exhaustivo balance en la trayectoria de Jordi Pujol. Porque se prejubila como líder electoral, pero no como dirigente. Este atípico, poliédrico y zigzagueante personaje, uno de los pocos decisivos supervivientes de la transición, podría aún hallar un puesto donde se aprovechasen sus experiencias y erigirse así en una excepción a la regla por la que esta democracia deglute, cruel, a sus fundadores.

Pero sí conviene destacar, sobre todo ante sus jóvenes turcos soberanistas, y como contraste ante los malos ejemplos procedentes del País Vasco, las mejores constantes del líder que empieza a irse: su impecable trayectoria democrática y su implicación en la tarea común. Antiguo resistente a la dictadura -actividad que pagó con prisión-, ningún español demócrata olvidará su sosegada intervención en la noche del golpe de Estado del 23-F, aquel 'tranquil, Jordi, tranquil' que le transmitió el Rey y que repercutió de inmediato a la ciudadanía. Si una bella muerte toda una vida honra, ese momento vale por todos los errores del pujolismo. Pese al cansino doble lenguaje, el mediocre regateo mercantilista y la consiguiente imagen antipática que de lo catalán ha difundido, la actuación de la CiU pujolista ha sido leal a la Constitución y a la España democrática.

Es cierto que a esos grandes activos en la escena española les acompañan demasiados pasivos en la catalana. El autoritarismo paternalista, la confusión del país y el líder, la erección de una Administración clientelar, los brotes excluyentes de un nacionalismo generalmente dialogante, la minusvaloración del parlamentarismo, el desprecio a Barcelona, el caos financiero, la retahíla de irregularidades y nepotismos en la gestión, la visión endogámica y ombliguista de Cataluña... no son pocos baldones. Pero ni lo cortés quita lo valiente ni los errores asfixian los aciertos.

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