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Nuevas alianzas

La unión hace la fuerza. Hemos aplicado este principio a la protección de las fronteras, de la integridad nacional. En ocasiones, porque existía una amenaza. En otras, porque podría existir. La OTAN era una garantía para todo el Atlántico norte frente al Pacto de Varsovia, en los tiempos de la guerra fría y la carrera armamentista. La paz se basaba en el equilibrio de la fuerza de los posibles contendientes. Inesperadamente, la Unión Soviética, gracias a la genial intervención de Mijaíl Gorbachov -lo inesperado es nuestra esperanza-, se transformó en países que iniciaban una larga marcha hacia la democracia. Y muchos de los Estados miembros de la coalición del Este se pusieron en la cola de aspirantes a incorporarse al Tratado del Atlántico Norte, mientras que los Estados Unidos y Rusia empezaban a reducir sus arsenales nucleares. Pagado el precio de la guerra posible, muchos creímos que había llegado el momento de pagar el precio de la paz presente, frágil y endeble.

El fundamento de una alianza es que la fuerza del conjunto es muy superior a la de cada componente, pudiendo de este modo atemperar los esfuerzos y costes (reales y en investigación) de cada uno de ellos. Es así como se interpretaba la pertenencia a la alianza transatlántica. Los 'aliados' garantizan una rápida y eficaz defensa, intercambian sus avances tecnológicos y muestran un frente unido -con capacidad de reacción y disuasión- frente a eventuales tentaciones de los 'enemigos'. Pues bien: ahora resulta que la Unión Europea pretende tener suficientes grados de 'autonomía' militar en relación a los Estados Unidos. De otro lado, en lugar de seguir el proceso de reducción de ojivas nucleares, parece que el presidente Bush, con la resignada anuencia europea, se dispone a poner en práctica un 'escudo antimisiles' en su gran país. Olvidamos que seguimos con una terrible espada de Damocles, representada ahora por el tenebroso perfil de los cohetes de largo alcance que podrían devastar, en proporciones escalofriantes, la vida sobre la Tierra y originar unas condiciones de contaminación radiactiva que no reconocen confines nacionales ni escudos protectores del impacto directo.

De nuevo se acelera la maquinaria de la guerra. De nuevo, las inversiones en I+D militar en alza, incluyendo países como el nuestro, que tantos otros frentes de investigación científica (sanitaria, medioambiental, alimenticia) tiene insuficientemente atendidos. Se desvanecieron los alegres pronósticos que hicimos al desmoronarse en 1989 el Muro de Berlín. Los 'dividendos de la paz' que, sin bajar la guardia ni debilitar las posibilidades de defensa de orden militar, permitirían abordar los grandes retos de la humanidad, empezando por el 'holocausto silencioso' (y silenciado) que representan los miles de personas que mueren de hambre y de sed cada día, se han esfumado también.

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Tenemos un 'escudo natural' que se está debilitando. Es la capa de ozono, que filtra las radiaciones ultravioleta solares. Su formación representó un requisito para que aparecieran los seres vivos sobre la Tierra. Es de este 'escudo' del que tendríamos ahora que preocuparnos y ocuparnos.

El huracán Mitch, los terremotos de El Salvador y de la India, las inundaciones de Venezuela, África Ecuatorial y Mozambique... son ejemplos recientes que ponen dramáticamente de manifiesto que estamos preparados para la guerra, para la defensa de nuestras fronteras, pero que estamos completamente desguarnecidos para la cooperación y la ayuda a escala internacional, incluida la ayuda en situaciones de emergencia. Son necesarias unas nuevas alianzas que permitan movilizar en pocas horas recursos humanos, económicos y técnicos para mitigar el sufrimiento y reducir las proporciones de desastres que no sólo se cobran el altísimo precio de vidas humanas sino que desgarran el tejido del entorno ecológico.

En 1988, Frank Press, presidente a la sazón de la Academia Nacional de Ciencias de los EE UU, tuvo la iniciativa -que secundaron inmediatamente las Naciones Unidas- de lanzar la 'Década para la reducción de las catástrofes naturales'. Durante 10 años se establecieron las pautas a seguir en casos de terremotos, incendios, inundaciones... Todos dispuestos a ayudar a todos, porque el mundo es ya -como anticipó Einstein- 'uno o ninguno'.

No podemos controlar la conducta de la Tierra, pero podemos tratarla mejor, mejorando la nuestra. Hoy vivimos en la 'aldea global' alrededor de 6.070 millones de seres humanos. Y cada día llegan a bordo unos 245.000 más. No pensamos suficientemente en lo que significan los 'desperdicios' que cada persona produce al día, especialmente en los países que poseen mayores bienes materiales. Ni en la 'artificialización' del suelo y de nuestro entorno. El agua y hasta el aire están dejando de ser 'bienes naturales'. Tampoco solemos darnos cuenta de lo que representa -en términos de gases con 'efecto invernadero'- la combustión diaria de 66 millones de barriles de petróleo. No sólo producimos ingentes cantidades de anhídrido carbónico sino que afectamos los sistemas de recaptura (el fitoplancton marino, especialmente) con los vertidos de crudo y lavado de los petroleros en alta mar.

Los bosques son, junto al océano, los 'pulmones' del planeta. Y, sin embargo, se hace frente a los incendios forestales -incluso en el país que envía naves espaciales para investigar las características de Marte- con rudimentarios dispositivos y prácticas ancestrales, con gran riesgo para los improvisados bomberos. El mismo espectáculo cuando es el agua la que inunda, desborda, aflige. Los helicópteros adecuados con el personal preparado para estas emergencias brillan por su ausencia. Se hallan dispuestos para otras funciones.

Cuando el viento del huracán o el terremoto dejan su trágica estela de casas derrumbadas, de personas atrapadas... los supervivientes y las fuerzas movilizadas al efecto tratan de separar los bloques utilizando los 'gatos' de los camiones. ¿Qué hacen en sus hangares los grandes aviones Antonov y los Galaxy, que podrían transportar en poco tiempo -si estuviera prevista su movilización para estos casos- los equipos y los medios técnicos necesarios para una acción profesional y eficaz? Están esperando un conflicto potencial, incapaces de contribuir a hacer frente a los reales, recurrentes.

Volvemos estos días a estar pendientes de las noticias de Mozambique. Hace un año, en marzo de 2000, las lluvias torrenciales tuvieron como saldo 350 víctimas mortales y más de 650.000 personas sin hogares y cosechas. Graça Machel declaraba: 'Se habrían salvado muchas vidas con una ayuda más rápida. La lentitud de la ayuda internacional es una mancha en la conciencia humana'. El efecto de la emoción y de la compasión a escala mundial es evidente. Los ciudadanos muestran su solidaridad, que contrasta en muchos casos con la lentitud oficial, especialmente en los países más adelantados, para acciones de socorro.

Las catástrofes no reconocen fronteras. Frente a los desastres naturales y los que pueden provocar la forma de vida de los seres humanos sobre la Tierra deberían respetarse unos 'códigos de conducta' que fueran observados por todos los países de la Tierra. Si hay impunidad, no hay solución. Las Naciones Unidas constituyen la única posibilidad de un marco ético-jurídico a escala global. En lugar de apartarlas de su misión y reducirlas a acciones de ayuda humanitaria, deberían reforzarse para que no sólo la paz, sino la convivencia pacífica -en relación a los demás y al medio ambiente-, se convirtiera en realidad.

Los países más avanzados deben -por su responsabilidad particular en relación a la seguridad general de todos los ciudadanos del mundo y la integridad del planeta- concertar rápidamente sus esfuerzos para nuevas alianzas que permitan aliviar el sufrimiento de la humanidad en su conjunto y reducir el impacto de los desastres naturales, incluidos los originados por seres humanos. También los países en desarrollo deben reducir sus compras de armamento para disponer de gente y equipos preparados para emergencias.

Y así, liberados en parte de catastróficas y escandalosas noticias, podremos concentrarnos en los problemas que llegan cada día a nuestra conciencia, pero que no podemos oír por el vocerío que nos rodea. Nos ocuparemos -como antes indicaba- de la mayor catástrofe, que se repite cada día, silenciosamente: de los miles de personas que mueren por enfermedades que ya son tratables en los países más adelantados; de los que mueren de hambre y de olvido. Nuevas alianzas. Alianzas de mano tendida junto, al menos, a las de mano alzada.

Federico Mayor Zaragoza es profesor de Bioquímica de la Universidad Autónoma de Madrid y presidente de la Fundación Cultura y Paz.

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