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La multinacional del cariño

Joan Subirats

Acostumbramos a hablar de mundialización cuando nos referimos a la economía, a la información o a la cultura, pero pocas veces nos fijamos en el desarrollo de otros vínculos que van tejiendo redes de cuidado y de emociones por todo el mundo. ¿Cuántas madres no salen a trabajar hoy en muchas ciudades españolas y europeas dejando a sus pequeños bajo el cuidado de personas procedentes de, por ejemplo, América Latina, Filipinas o Marruecos? ¿Cuántas personas mayores con problemas de autonomía son atendidos por personas de esas mismas procedencias? Cada una de esas personas, a su vez, envía buena parte de lo que gana a sus países de origen, muchas veces para, con ese dinero, pagar a otras personas que cuidan a su vez a sus hijos o a sus ancianos. Las cien mil pesetas al mes de Barcelona sirven para pagar las diez mil que cuesta el mismo servicio en Manila, Quito o Tetúan. Se va conformando pues una tupida red de dependencias cruzadas a la que podríamos calificar de 'cadena global del cuidado'.

Se me dirá que ése no es un fenómeno nuevo. Como bien ilustran alguna de las novelas de Maria Barbal, hace ya muchos años los señores del campo usaban hijas de campesinas sin medios económicos para cuidar o acompañar a sus hijos. Las familias ricas de Barcelona o de otras ciudades empezaron a usar como servidumbre las chicas catalanas del campo. Y cuando ello ya no fue posible, el reemplazo vino de la España rural. Y ahora los portadores de cuidados, atenciones y servicios a domicilio llegan de más lejos. Lo nuevo, en todo caso, es esa dimensión global de esa renovada cantera de prestación de servicios personales y las dimensiones del tema, ya que son muchas más las mujeres que se han incorporado al mundo del trabajo asalariado. No es extraño pues que, en el mundo de la emigración, las mujeres hayan sido en estos últimos años en España las pioneras en buscar trabajo en este país, para tratar después de reagrupar la familia. Son gran mayoría las mujeres entre los emigrantes procedentes de América Latina, y lo mismo ocurre con los que nos llegan de Filipinas. Tampoco es extraño constatar que, después de las labores en el campo, sea precisamente el servicio doméstico el segundo gran sector de empleo para emigrantes en España.

Cada una de esas personas, a las que se deja al cuidado de lo más íntimo de los hogares lleva tras de sí una larga e invisible cadena de dependencias de cuidado y cariño. Se les paga para que traten con cariño a hijos, hijas, padres o madres. Y esas personas, a su vez, remiten lo que aquí consiguen para que allí de donde salieron cuiden con cariño y amor a sus hijos, hijas, padres o madres. Muchas de esas mujeres que llegan a España lo hacen no sólo buscando más dinero, buscan también mayor seguridad. En sus países de origen la globalización económica ha creado inestabilidad en puestos de trabajo, reducción espectacular del valor de los salarios, poca fiabilidad en el valor futuro de los ahorros y una sensación general de inseguridad. Emigran buscando más seguridad, más estabilidad en sus ingresos, más seguridad y estabilidad para los suyos. Cuantos más problemas genera la creciente mundialización mercantil, más tienen que recurrir los pobres del mundo a buscarse la vida lejos de sus hogares. A más globalización, más globalización.

En la última película de Ken Loach, Pan y rosas, esa cadena de dependencias queda expresada con claridad en las relaciones entre la hermana mayor (Rosa) y la hermana menor (Maya), recién llegada a Los Ángeles usando a las mafias o coyotes que controlan el cruce ilegal de emigrantes entre México y los Estados Unidos. Rosa tuvo que trabajar como prostituta en Tijuana para alimentar a su familia en México, y poder al fin llegar a Los Ángeles para allí, limpiando edificios de oficinas, poder traerse a su hermana, cuidar a su marido enfermo y a sus dos hijos. En el último filme de Stephen Frears, Liam, retrocedemos muchos años, al Liverpool de entreguerras, para asistir allí a cómo la niña del filme (papel magnificamente interpretado por Megan Burns), ha de ayudar a la supervivencia de la familia, realizando labores de sirvienta en una familia acomodada.

La transnacionalización familiar es hoy una nueva realidad de esos lazos de dependencia que han generado y generan obligaciones, ahora cada vez a mayor distancia.

Deberíamos reflexionar sobre los perdedores y ganadores en esa cadena de dependencias, en esa transferencia de servicio y cariño de abajo (de los que no tienen) hacia arriba (los que tienen). ¿Podemos poner en la misma balanza la capacidad de cuidado y de cariño de los niños o mayores dejados a la responsabilidad de un inmigrante en Barcelona, con relación a los niños o mayores dejados al cuidado de alguien en el país de origen? ¿Estamos importando cuidados, cariño y amor de la misma manera que importamos dátiles, bananas o madera? Si es así, ¿tenemos en cuenta los costes ocultos que esa cadena de atenciones genera?

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Siempre se ha afirmado que los inmigrantes vienen a ocupar los empleos y los puestos de trabajo que no se cubren por parte de las personas del país. Normalmente se trata de ocupaciones con un bajo nivel de consideración social, que exigen un bajo nivel de especialización y que pueden ser objeto de una gran rotación. ¿Las labores aquí descritas tienen esas características? Los o las inmigrantes ocupan los vacíos que dejan en nuestras casas las mujeres, las abuelas y los abuelos. Pero, no por ello reciben nuestra consideración. Y tampoco vemos y tratamos a los inmigrantes como personas que han tenido que renunciar al contacto directo con los suyos para poder servirles más y mejor a distancia.

Quizá poco a poco nos demos cuenta de que algo falla en nuestras sociedades si damos un valor máximo a empleos y labores totalmente despersonalizadas y situamos en el eslabón más bajo de la consideración social y laboral aquello que retóricamente encumbramos.

Joan Subirats catedrático de Ciencia Política de la UAB.

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