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Columna
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Retazos de los caminos

La actividad fotoperiodística está plena de sabores agridulces. Conseguir una imagen resulta áspero; la sensación se alivia cuando se publica en lugar destacado y al pie aparece el nombre del autor. Es un reconocimiento del trabajo realizado, las fotos elegidas marcan la diferencia entre lo útil y lo banal en lo que respecta al medio. No significa que el contenido de unas tenga mayor interés que el de otras. La decisión es resultado de la inmediatez que exigen unas rotativas que no pueden parar en su afanosa industria. Pero el tiempo, esa cuarta dimensión que pasa sin darnos cuenta, se encarga de remodelar los criterios y extraer aquellos valores que fueron desapercibidos por las prisas.

Así ocurre con las fotografías de Gorka Lejarcegi (Mendata, Vizcaya; 1967) que ahora, expuestas por la Fundación BBK durante un mes en la sala Elcano, recogidas en un manejable catalogo, adquieren dimensión distinta a la que tuvieron el día que aparecieron en las páginas del periódico. El nuevo contexto y una original manera de presentar las imágenes en diferentes formatos, a sangre, sobre una base de metacrilato que sobresale de la pared apoyada en un bastidor oculto, otorga mayores matices a un trabajo acertado.

Gorka Lejarcegi pertenece a una generación de fotógrafos que por saturación del mercado local y con la esperanza de encontrar un lugar donde ejercer su profesión de manera distinta vio necesario dejar atrás su tierra natal e instalarse en Madrid. Su interés por la fotografía fue anterior a sus estudios de periodismo y publicidad en la Facultad de la UPV. La tentación surgió un atardecer estando en casa. La luz de una puesta del sol le llamó la atención y se le antojo captarla con aquella rústica cámara que su padre había traído de Australia. Corriendo monte arriba buscaba el mejor ángulo.

Llegado el momento fueron cuatro o cinco negativos los que pudo tomar. Una vez positivados, no encontró en ellos lo que el buscaba. Siguió ensayando con otras tomas, recurrió a bajorrelieves y solarizados. Por fin, en el laboratorio encontró la magia que encendió su auténtica vocación: pensar la imagen. Así empezó en el oficio. Después fue la revista Aldaba de Gernika, luego unas prácticas en El Correo.

Terminada su etapa universitaria, con una carpeta de fotos bajo el brazo se presentó en la redacción de EL PAÍS. Fue bien recibido y, con entrega absoluta, continuó su trayectoria como fotógrafo de prensa hasta nuestros días. Ahora, olvidada aquella primera exposición colectiva, habiendo participado en el libro 25 años después. Memoria gráfica de una transición, presenta en Bilbao retazos de vida que ha ido recogiendo por los numerosos caminos del mundo que ha recorrido.

Es un combinado dividido en tres apartados. Por un lado están los Retratos. Raramente son instantáneas. Hace que los modelos posen en escenarios naturales para extraer de ellos la geometría de su rostro, pero también algo de su personalidad y parte de sus sentimientos. Su paisano Manu Leguineche está con un largo rollo de teletipo entre manos y remite a su actividad en la agencia Colpisa. Un picado de Ana Belén, entre rayas de luces y sombras, recuerda a las vanguardias clásicas, especialmente a la figura de Rodtchenko o algunas abstracciones de Paul Strand. El jazzista Pedro Iturralde se combina con la noche madrileña en una columna de la Plaza Mayor. De esta manera desfila toda una pléyade de personajes pintorescos. En Otros mundos muestra aspectos de los viajes realizados.

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Cuba, Rusia, Guatemala, Perú, San Francisco o París dejan ganas de seguir viendo fotos para convencer de que lo conseguido no es azar, sino resultado de un buen hacer. Finalmente en Eta mundu hau construye territorios más íntimos. Como buen fotoperiodista su estilo combina el momento noticiable con puntos de vista sugerentes para incorporar criterios personales. Véanse como documentos a secas o documentos dramatizados, el trabajo de este joven, pero maduro reportero, conforma una muestra de indudable interés.

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