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Columna
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La minicrisis

Había cierta expectación en torno a la reunión del Consell celebrada el pasado martes. Se esperaban cambios en la composición del ejecutivo, aunque únicamente de segundo nivel, tal como ha sido. Los otros de más altura se producirán, pero no antes de la primavera, siempre y cuando no los precipite algún acontecimiento extraordinario. Será entonces cuando el molt honorable le renueve las pilas al gabinete y encare el último recodo de la legislatura a fin de abonarle el camino a su sucesor, en el supuesto, claro está, de que haya decidido ceder los trastos, algo que está por ver y que concita no pocas apuestas. Pero lo previsible, en todo caso, es que a los actuales consejeros no ha de apremiarles su fecha de caducidad.

De los cambios e intercambios efectuados hemos de distinguir los meramente funcionales de aquellos otros que comportan una cierta carga política y que son a fin de cuentas los que interesan al vecindario tanto como a los cenáculos mejor informados. A esta segunda especie pertenece, obviamente, el relevo del director general de Salud Pública, Francisco Bueno, convertido en víctima propiciatoria -y nunca mejor dicho- para calmar los desasosiegos que ha provocado la Consejería de Sanidad que comanda Serafín Castellano. Justo castigo por no haber dimitido a tiempo. Éste, de momento, salva la cabeza, pero ha quedado tocado por la agregación de percances que agusanan esa área de gestión torrefactante.

De igual o superior temperatura son las novedades introducidas en el área de cultura. En este apartado estaba cantado que la dirección general de Patrimonio iba a recuperar su autonomía, pues resultaba como poco chocante que estuviese acumulada a la que ya integra Promoción Cultural y Museos. Tres en una era demasiado, sobre todo por la intensidad de los programas que se desarrollan en ese organismo, la limitación de los recursos -humanos y económicos- disponibles y los problemas concretos que tiene planteados el patrimonio valenciano y que no se ciñen al Cabanyal y el solar de los jesuitas, pues es ingente la tarea conservacionista pendiente y comprometida. Confiemos que la nueva titular, Carmina Nácher, afronte los retos que le aguardan con la entereza y coherencia de su antecesora. Por ejemplo, el que le presenta el pretentido asolamiento del teatro romano de Sagunto. A ver como lidia a la jauría que postula su derribo inmediato.

Y otra novedad, probablemente la estelar, ha sido a nuestro juicio la promoción de Consuelo Ciscar a la subsecretaría de Cultura. Por lo pronto constituye el reconocimiento político -pues ya gozaba del aval público- de una gestión que, al margen de los inevitables cuestionamientos críticos, ha dinamizado la cultura valenciana en un grado sólo equiparable, paradójicamente, al que logró en los años 80 otro Ciscar, Ciprià, cuando comandó esa consejería. Debe ser una particularidad del linaje. Pero en este caso hay que sumarle el plus de la proyección exterior y la polarización en el País Valenciano de eventos internacionales que únicamente pueden minusvalorarse desde la mezquindad partidaria, los reconcomios gremiales o la vileza individual. Pero estos alifafes son parte del negocio cultural y poco o nada ensombrecen la magnitud de la tarea que se premia y que el mismo consejero Manuel Tarancón deberá celebrar después de haber sido tan plásticamente validada por el presidente de la Generalitat.

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