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Columna
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La doctrina Acebes

Sería necesario remontarse hasta la doctrina Cascos (según la cual los tribunales penales deben limitarse a escribir con esmerada caligrafía jurídica los veredictos populares recogidos mediante sondeos periodísticos mas o menos manipulados) para encontrar desatinos semejantes a los últimos pronunciamientos gubernamentales sobre el Poder Judicial. Superando incluso el alto listón alcanzado en 1985 por Alfonso Guerra, que desbarró entonces a su gusto acerca del estado de salud de Montesquieu tras una sentencia del Tribunal Constitucional sobre el aborto, los portavoces oficiales y periodísticos del PP denuncian ahora la insolencia de unos magistrados que han cometido la osadía de controlar la legalidad de los actos del Gobierno. La doctrina Acebes confía no sólo la dirección sino la propiedad entera del sistema democrático al partido que disponga de mayoría absoluta y atribuye al Poder Judicial un papel ancilar respecto al Gobierno y el Parlamento.

El ministro de Justicia ha amalgamado los contratiempos judiciales sufridos recientemente por el Gobierno de Aznar en dos jurisdicciones diferentes (penal la una y contencioso-administrativa la otra) y ante distintos tribunales (el Supremo y la Audiencia Nacional respectivamente) como si fuesen actos de una sóla tragedia. Según Thomas De Quincey, cuando alguien se permite la indelicadeza de cometer un asesinato inevitablemente se entregará luego al robo, a la bebida y a la inobservancia del día del Señor; el ministro Acebes también cree que la magistratura ha emprendido en España el descenso a los abismos: 'Lo que no puede ser es que se empiece cuestionando el derecho de gracia del Gobierno y se acabe negando la aplicación de la Ley de Presupuestos Generales aprobada por el Congreso'. Algunos publicistas gubernamentales de calzón corto, que incitan al PP a emplear la apisonadora de la mayoría absoluta para coartar la independencia del Poder Judicial, consideran esa sospechosa sincronía de resoluciones del Supremo y de la Audiencia Nacional como el fruto de una conspiración político-corporativa.

Pero la amalgama es absurda: de un lado, el Supremo se limitó a aplicar el indulto dado por el Gobierno al ex juez Liaño (excepción hecha de una parte dispositiva reglada y no discrecional abiertamente ilegal); de otro, la Audiencia Nacional anuló una resolución dictada el 19 de septiembre de 1996 por el ministro de Administraciones Públicas para congelar los sueldos de los funcionarios. Los juristas han reaccionado de manera muy diferente ante esas dos resoluciones: en tanto que el auto del Supremo de 19 de enero de 2001 sólo ha sido criticado por los amigos y cómplices de Liaño, la sentencia de la Audiencia Nacional de 7 de noviembre de 2000 ha cosechado mas discrepancias doctrinales que adhesiones. Finalmente, el auto del Supremo sobre el indulto de Liaño es firme (la presentación del caso ante el órgano mixto judicial-administrativo denominado Tribunal de Conflictos de Jurisdicción parece una infantil pataleta del Gobierno) mientras que la sentencia de la Audiencia Nacional será muy probablemente recurrida en casación.

¿Cuales son las razones, entonces, de que el Gobierno haya encajado el auto y la sentencia como si fuesen el uno-dos debajo de la cintura con que un boxeador derriba sobre la lona a su adversario? Esa inconvincente escandalera es un mero pretexto para justificar su propósito de modificar la Ley Orgánica del Poder Judicial; Acebes extrae la moraleja de que las dos resoluciones prueban 'la necesidad de llevar a cabo una reforma en profundidad de la Justicia para que esas situaciones pasen y no se repitan'. En unas declaraciones a El Mundo, cuyo contenido había sido imperiosamente adelantado la víspera por un artículo del director del diario ingeniosamente titulado La crisis de las togas locas ('De este Gobierno con mayoría absoluta, y en concreto del ministro Acebes, no sólo se espera que resuelva las situaciones comprometidas sino también que cambie las reglas de juego'), el titular de Justicia expone su propósito de alterar el procedimiento de elección del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) para que doce de sus veinte miembros sean nombrados por los jueces y magistrados. La razón es clara: si el actual sistema de designación exclusivamente parlamentaria le asegura al PP el predominio dentro del CGPJ por su condición de grupo mayoritario en ambas Cámaras, no le permite, en cambio, disponer de la mayoría cualificada necesaria para convertir a la institución en un juguete del Gobierno.

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