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Columna
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La oscura madera de Koldobika Jáuregui

Cuando en 1990 le concedieron a Koldobika Jáuregui la beca Zabalaga, su patrocinador, el escultor Eduardo Chillida, dijo de él: 'Koldobika Jáuregui tiene algo que es necesario en este país, su obra es poderosa y fuerte; fuerte, rápida y constructiva'. Diez años después, y a tenor por las esculturas de madera presentadas en la galería bilbaína Juan Manuel Lumbreras, Koldobika Jáuregui ha querido despegarse de aquello que Chillida sentenció. Ahora sus esculturas tienden a lo suave y feble. Invitan a un tiempo de visión lento. Los títulos de algunas de sus obras hablan de deconstrucción y en otras se adivina una intencionalidad cercana a las antiformas, ese término que acuñara el escultor Robert Morris en virtud de sus experimentaciones minimalistas, 28 años atrás.

Por si fuera poco, todas las maderas de que consta la exposición han sido quemadas. Es decir, a la madera se le ha hecho perder -o más bien ocultar - su potente vitalidad originaria. En su lugar aparece una capa ahumada, que adquiere un carácter embalsamador. La fuerza natural de las distintas clases de árboles ha sido anestesiada, hasta conseguir una puesta en escena donde impere una uniformidad suavona y evanescente.

Lo que confiere más valor a estas obras lo podemos hallar en los cortes que producen oquedades, y con ellas sensación de movimientos y ritmos ondulantes, así como los trazos que la gubia del escultor traduce en enriquecidas grafías sobre la piel de la madera. A lo que se añaden los juegos de inclinaciones casi inestables -por otro lado muy controlables- y la procura de las diferentes maneras de presentar las esculturas: sobre pedestales y sin ellos, a media altura, en el suelo, al tiempo que se entreveran esculturas formadas por dos piezas separables (una apoyada sobre otra) y las que siendo una pieza única toma la apariencia de estar conformada por dos.

De todos modos, es la quemazón de la madera lo que más controversia puede suscitar. ¿Por qué negar la condición propia y vitalista de la madera? ¿Tal vez para que sea más excitante tener que rebuscar por entre los quemados las prodigiosas vetas naturales de cada pieza? ¿Quizá para conseguir que lo ahumado dote a la madera de una visión brillante, cuya calidad podía parangonarse con el terciopelo y el tornasolado?

Paralelamente a esta exposición se presenta en la galería Windsor una muestra de Pablo Milicua que es toda ella un delirio disparatado. El espacio de la galería bilbaína se llena de centenares de objetos diminutos que van incrustados unos junto a otros, formando esculturas extrañamente caóticas. Hay en Milicua la fogosidad del adolescente que cree -o más bien quiere- que todo el mundo participe en el fragor de sus calenturas particulares.

Bajo su lema 'La basura es oro', el artista se sirve de toda clase de objetos. Prefiere aquellos dotados de un pésimo gusto, cuanto más cutres, tanto mejor. Existe la misma intención de los artistas que practicaron el pop-art, donde objetos que perdieron su uso, acabaron por cumplir una deseada función creativa.

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La sensación que deja está próxima a quien ha pedido permiso a los cuatro o cinco venáticos que conoce para que le permitan esculpir o acumular objetos sin valor, tal como ellos lo harían. Por eso mismo resulta contraproducente juzgar estas obras bajo ideaciones estéticas. Estamos ante un mundo dislocado, con imágenes, lo mismo religiosas como de otros variopínticos pelajes, deambulando enloquecidas por un mar de estrambóticas naderías.

Pese a que al propio artista no le guste la adscripción, no estaría de más reconocer que lo expuesto entra de lleno en aquello que conocemos como mero kitsch.

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