_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Hacer la cama

Guarda Primo Levi en un recoveco de la memoria atormentada por su internamiento en los campos de concentración cierta pesadilla relacionada la cama, y no porque en ella reviviera más despacio los atroces acontecimientos del día -que también- sino por el especial cuidado que ponían kapos, subkapos y furrieles en que cada mañana estuviera bien hecha. Nada más tocar diana, los enteleridos habitantes de las literas tenían que ejecutar al unísono, o sea pisándose las cabezas, auténticas maniobras circenses para dejar el miserable y enjuto jergón, devorado por el moho y los olores corporales, perfectamente almohadillado y en paradigmática geometría con la sábana y el camastro. En cuanto acababan, el barracón era invadido por dos tipos de brigada de inspección con sus jefes y subjefes a la cabeza, una examinaría la cama en sí, la otra tendería una cuerda para comprobar al milímetro la alineación de las yacijas.

Ni que decir tiene que cualquier incorrección con la cama comportaba su correspondiente ración de palos. Primo Levi achaca tan delirante desvarío a la instrucción militar prusiana, donde tiene hasta su nombre técnico, y se pregunta cómo podía subsistir en medio de todo aquel horror semejante vocación de absurdo. Desde luego, Primo Levi acierta al denunciar tanta pasión inútil y al atribuirle un origen cuartelero; lo que seguramente ignoraba es que el arte de hacer la cama nació con los propios campos, cuando servían para internar a los opositores políticos al recién estrenado gobierno nazi. Como entonces se trataba sólo de enderezar a los alemanes extraviados -los judíos, en tanto que ni humanos, sólo merecieron gas exterminador-, los campos consistían básicamente en disciplina.

Una disciplina que se concretaba en trabajos tan inútiles como desplazar piedras con ritmo y bajo gritos para que después de dar la vuelta al campo volvieran al mismo montón del que salieron. Este era el verdadero sentido del trabajo -inutilidad, desgaste físico y obediencia- con que las autoridades nazis entendían reeducar y así fue trasladado al frontispicio del campo de Auschwitz como una burla, pero no porque el trabajo fuera improductivo o degradante, que ya lo era desde el inicio, sino porque en la generación de campos des-tinados a los judíos el trabajo no podía hacer libre a nadie de modo que el famoso 'Arbeit macht frei' (el trabajo hace libres) sonaba como una doble burla y oprimía el corazón de quienes, queriendo ser libres y buscando tal vez alguna dignidad en la tarea, e incluso la posible supervivencia -¿por qué me van a matar si me necesitan?-, tenían que ver cómo el campo no estaba organizado en torno al trabajo sino a la subalimentación: no comer era el salario de una labor que se cobraba la muerte por anticipos.

Los primeros tiempos tuvieron, además del trabajo inútil pero liberador, mucho de desfilar al paso y correr gimnásticamente. Pero sobre todo de cama. Los constructores de campos habían diseñado una cama diabólica coronada por un enrevesado embozo de cuadros que ponía en apuros a los más expertos. Un buen hacedor de cama invertía no menos de diez minutos en dejarla impecable, pero al no disponer apenas de ese tiempo muchos se levantaban antes, desafiando la severa prohibición de hacerlo. La cama se convertía así en una auténtica obsesión que corroía continuamente los pensamientos de los reeducandos. Algunos, de puro miedo, optaban por dormir en el suelo, pero la argucia estaba rigurosamente castigada. Los infractores, ya fuera por adelantarse, evitar la cama o dejarla hecha un churro, eran tumbados desnudos sobre un caballete y recibían veinticinco porrazos. Se ha calculado que en el campo de Flossenburg mató más la cama que los trabajos forzados. Esta obsesión enfermiza por los detalles en apariencia anodinos revela un sadismo perfectamente calculado y químicamente puro.

El totalitarismo es el sadismo sin pasión, la búsqueda constante de la destrucción anímica, moral y física del otro. Me lo han vuelto a recordar nuestros hijos de la muerte al preocuparse en denunciar que la policía ha ocultado a la prensa dos atentados fallidos, o sea, la muerte pero con detalle.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_