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Columna
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Sin papeles

En las tardes de cada fin de semana, en el Jardín del Turia, de Valencia, junto al puente de San José, se reúnen unos centenares de inmigrantes ecuatorianos. Juegan partidos de balón-volea sobre unas pistas improvisadas, pegan la hebra recostados sobre el césped y cultivan sus idilios. Son gente apacible y aseada, que no alborota ni contamina, para la que está de más la disparatada Guía de salud que ha editado la Consejería de Sanidad prescribiendo hábitos higiénicos, abstención sexual y otras chorradas mortificantes. Es posible que estos mismos o parecidos espectáculos, con distinto decorado, se repitan en otros espacios de las comarcas valencianas receptoras de mano de obra extranjera víctima de una precariedad laboral similar.

Hoy, probablemente, no se repetirá el semanal reencuentro. Esas gentes, y otras en igual circunstancia, están en lucha o amedrentadas por la inminente entrada en vigor de la Ley de Extranjería y la oleada de inspecciones -el dichoso peinado- que ha planificado el Ministerio de Trabajo en el cap i casal tanto como en Alicante para cazar -búsquese un eufemismo más preciso- a los trabajadores sin papeles y a los patronos que les dan un tajo. Y no sólo eso: pende sobre ellos la amenaza de repatriarlos a una patria sin posible retorno por las deudas que dejaron y el hambre que les aguarda. Hoy, pues, como ayer, la amenidad del fin de semana se ha trocado en desasosiego y belicosidad.

No diré yo que al Gobierno -incluido el autonómico- le falten motivos y argumentos para poner cierto orden es este universo irregular y descontrolado que se nutre de la población inmigrada. La citada ley, que el próximo martes entra en vigor, revela la decisión de encauzar este aluvión que se le ha ido de las manos. Que se le ha ido o que maliciosamente ha dejado que se le marche para justificar esa norma ciertamente represiva, ayuna de liberalidad y duramente criticada por los estamentos políticos y cívicos progresistas debido a los derechos fundamentales que omite o niega. Verdad es que la Administración puede alegar que se ha esforzado en regularizar miles de situaciones personales -más de 15.000 en el Pais Valenciano- y que ha establecido pautas para futuras contrataciones. Pero lo apremiante no es el futuro, sino el presente, el destino de cuantos quedan a la intemperie.

En este sentido, no parece temerario afirmar que, tanto el gobierno central como el de la Generalitat, se han columpiado en la morosidad y en la improvisación. Y ello, porque el problema no ha irrumpido súbitamente. El censo inmigrante ha estado creciendo a ojos vista, su régimen laboral tampoco era un arcano -explotación, mafias, engaños etcétera- y, de creer a los portavoces patronales, era asimismo evidente la necesidad de estos trabajadores en sectores muy concretos, como la agricultura, la construcción o la hostelería, labores para las que tanto parado español no está cualificado, o lo está excesivamente. El presidente del Comité de Gestión de los Cítricos, Octavio Ramón, ha fijado en 10.000 los temporeros extranjeros de exige la próxima recolección, y el sector del atobón ha llegado a ofrecer piso a los extranjeros contratados con todas las bendiciones legales.

¿Acaso el Gobierno ignoraba estas demandas? ¿Hemos de entender que tales peticiones empresariales son brindis al sol, o una retorcida maquinación para saturar el mercado de trabajo y empujar a la baja el nivel de retribuciones? La verificación de estas hipótesis está al alcance de las autoridades, por más que la evidencia delata que hacía y hace falta esa mano de obra. No haber sido previsora -digo de la autoridad- o ser incapaz de engrasar la burocracia para agilizar los trámites reguladores es una responsabilidad que le incumbe por completo. Si tantos emigrantes no tienen papeles, del Gobierno podemos asegurar que, en este capítulo, los ha perdido. Eso sí, no ha olvidado recomendar a los foráneos el uso de seda dental para mantener la boca sana. Para morder ¿qué?

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