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Columna
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La Violetera

'Así de extraña es la vida', piensan ahora ellos dos. Han sentido un puntito de nostalgia, una nostalgia ridícula, desde luego. Y se han preguntado si es posible echar de menos algo detestable. Pero se trata más bien de esa sensación de que algo de uno se va cuando algo que vio desaparece. Puro sentimentalismo. ¡Si lo que uno vio dañaba la vista, atentaba contra el buen gusto, agredía al sentido común! Pues ya ves.

La habían visto muchas veces, tan pizpireta, tan horrible, y siempre se burlaban de ella cuando volvían de madrugada de bailar en el Mondo o en el Room, los clubes del otro lado de la calle de Alcalá. La Violetera ocupaba el metro cuadrado más admirado de Madrid, ese vértice en el que Alcalá y Gran Vía se bifurcan para crear una perspectiva emblemática. Jamás se hubiera permitido que en semejante metro de oro dispusiera un mendigo su cartón-dormitorio o su carrito-dúplex de supermercado libre. Aquel pedazo de suelo público era suyo, de la Violetera, que no torcía el gesto, impertérrita, boba, ni aun siendo el hazmerreír de tantos. La chula se ponía en jarras, sacaba pecho y el que ríe el último, ríe mejor. Pero mira que era fea. Cuando veían a los turistas japoneses hacerse fotos posando a su lado pensaban que a veces los turistas no se enteran de nada, que cuando faltan referencias se mira sin saber lo que se ve y que a lo mejor pensaban que a ellos, que la tenían puesta en lugar preferente, les parecía preciosa.

Decidieron que había que hacer algo, hacerle algo, a la Violetera absurda. Él tuvo la idea: un activista del comando Cucurucho treparía su pedestal y la coronaría con un cucurucho de papel amarillo, a plena luz del amanecer, mientras el resto del comando haría fuerza con su presencia y fotos con la polaroid. Querían romper, sin violencia, su imagen anacrónica, observar la reacción de otras personas, comprobar cuánto tiempo permanecería, impertérrita, con el cucurucho amarillo sobre la pañoleta, esperar la actuación de los responsables municipales o de la policía, o de algún ciudadano ofendido por la burla, si es que hubiera alguno.

Todas las veces que pasaron después por su lado recordaron, situacionistas pasivos, que al fin nunca habían puesto en práctica el plan. Aunque en una ocasión él le pegó un chicle a la altura del pubis. Llegaron a creer incluso que parte del fracaso del comando, finalmente disuelto, había consistido en quedarse en la idea y no pasar a la acción. Un grupo no funciona porque sí; en general, el grupo, simplemente, no funciona. Tampoco a ellos dos les fueron bien las cosas durante un tiempo. Y la Violetera seguía allí, como un recordatorio horrendo e insolente de su propia desgracia. Pero, una noche, ellos dos se miraron de nuevo como sólo puede mirarse la unidad, como sólo se miran dos que se ven la verdad.

Y, después de todo, se cogieron de la mano y buscaron la polaroid. Al fondo de un armario encontraron también el cucurucho amarillo. Era una noche del final del verano. Avanzaban hacia el semáforo que bifurca Gran Vía y Alcalá con esa calma que proporciona la felicidad, intransferible. Situacionistas enamorados, sabían que se dirigían a hacer algo que les abriría, exactamente, la sonrisa que les enloquecía del otro. Dos, únicos, convencidos.

Él trepó el pedestal de la Violetera. Una vez arriba, se puso de puntillas y le colocó el cucurucho amarillo. Después se puso en jarras y posó con esa sonrisa. Estaba guapísimo. Ella disparaba la polaroid. Cuando él bajó, ella se sentó en el pedestal, cruzó los brazos y las piernas y posó con esa sonrisa. Él disparaba la polaroid. Estuvieron observándola, abrazados, tan ridícula, tan fea, casi adorable con el cucurucho amarillo, y volvieron a casa cogidos de la mano, con unas cuantas fotos llenas de luces raras y haciéndose esas preguntas (cuánto tiempo estaría así, quién quitaría el cucurucho) cuya respuesta ya no les importaba.

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Unos meses después empezaron a hacer obras y se llevaron a la Violetera. Cuando ellos se han enterado de que la tienen guardada en un almacén de la Casa de Campo y de que nunca va a volver a su vértice preferido han sentido un enorme alivio público y una minúscula nostalgia privada. Así de extraña es la vida.

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