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El Ritz que perdió la corbata y ganó los pantalones

El mítico hotel madrileño ha ido adaptándose a los nuevos tiempos en sus 90 años de existencia

Hay otro Ritz que pocos conocen. Distinto. Quizás menos brillante. Tal vez más oscuro. Lleno de recovecos, de pasillos, de salas. Es un Ritz -dicen- tan importante como el de arriba, ése que hace ahora 90 años, casi justos, inauguraron el rey Alfonso XIII y la reina Victoria Eugenia. Tan importante -dicen- como el de arriba, ése que presumía el día de su apertura de tener dos kilómetros de alfombras, 15.000 piezas de cubertería de plata y 20.000 piezas de vajilla de porcelana de Limoges.Es otro Ritz. Donde la gente se mueve rápida y eficazmente. Pocos lo conocen. Y pocos saben que en ese mundo, casi subterráneo, Javier Aldea y Ramón Dimaniel preparan cada martes y jueves su ya famoso cocido. Y que en ese mundo es donde Javier Díaz y su gente trabajan con las flores que cada día adornan los salones. Casi nadie sabe que de allí mismo salieron -cuentan- las mil rosas rojas que pidió un cliente para adornar la habitación de su amada. No se dice si ella, enloquecida, terminó por arrojar por la ventana al enamorado y a su oloroso presente.

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De ese Ritz salen cada día los famosos scones, las pastas inglesas que, como cuenta Jesús Puebla, responsable de pastelería, todavía siguen endulzando los famosos tés del Ritz.

Es un mundo que no conoció, seguramente, ninguno de los aristócratas que habitaron sus fastuosas suites, ni los artistas y toreros a los que se les permitió la entrada en un hotel pensado por su creador, César Ritz, como exclusivo.

En una publicación que, con motivo de su 90º aniversario, proyecta la actual dirección se cuenta -ya como superadas anécdotas- ese rechazo a gente tan poco recomendable.

Dicen que fue la familia Marquet, y más concretamente George Marquet, quien impuso un protocolo rígido y hasta un punto excesivo, la que escribió, sin embargo, las mejores páginas de la leyenda del Ritz: la corbata en los hombres, el no fumar en el restaurante, la prohibición de llevar pantalones a las señoras y el rechazo de artistas y toreros como huespédes. Incluso se cuenta que, una calurosa tarde de verano, Marquet encontró a unos clientes dormitando en el hall. Y que dio orden de prepararles la cuenta. No era de caballeros dormir la siesta en un sillón.

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Pero todo tenía su excepción. Es conocido que el actor James Stewart hubo de apelar a su condición de militar para alojarse en el Ritz. Y que Leslie Howard, protagonista de Pimpinela Escarlata, para burlar a los fotógrafos, se disfrazó de anciano y así entró en el hotel.

Ese Ritz que recorre en intrincada galería el subsuelo, que aloja una escuela de hostelería, no se nota. Se accede a él por puertas semiocultas, de las que surgen misteriosamente camareros con aire de caballero inglés y doncellas recién salidas de un cuadro de Watteau. Son algunos de los 250 empleados del hotel.

Es un Ritz oculto. Discreto. Como discretas eran hasta las reconvenciones a quien infringía su estricto protocolo. Dicen -y la leyenda tiene varias versiones- que, en una ocasión, se presentaron dos señoras con pantalones en el comedor. Se les informó de la imposibilidad de permanecer con tales prendas, y ellas, sin protestar, se retiraron al lavabo -de señoras, por supuesto-, y reaparecieron sin pantalones, pero con sendas gabardinas cubriendo sus piernas. Otra versión habla de que la historia se produjo con una bellísima señorita que, al ser advertida, subió a su habitación y bajó con una minifalda de infarto.

Ahora las cosas son distintas. Se puede ir sin corbata. Los artistas charlan en sus salones, se fuma en el restaurante y las señoras pueden embutirse en costosos pantalones de Roberto Verino o lucir la prieta belleza de un vaquero. La habitación que en 1910 costaba siete pesetas cuesta ahora 56.000 pesetas. Pasar la Nochevieja en la suite real cuesta 550.000 pesetas más el 7% de IVA, aunque el año pasado, con la fiebre del 2000, la última noche del año llegó a costar dos millones de pesetas. Pero tampoco hay tantos reyes como entonces. Tal vez lo único que permanezca casi igual sea ese otro Ritz. La máquina perfecta que hace funcionar las 158 habitaciones, los dos restaurantes, los seis salones, el gimnasio, la peluquería. Sin hacerse notar. Pero que está abajo. Y vive.

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