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¡El reloj del abuelo!

Cada fin de año, cuando las televisiones conectan con el reloj de la Puerta del Sol, en mi familia paterna se produce uno de esos momentos de autocomplacencia endogámica, muy propio de las familias, cuya expresión, en nuestro caso y desde que existe la tele, es idéntica generación tras generación: "¡El reloj del abuelo!", se exclama al unísono y con ese extraño alborozo que produce lo que virtualmente nos pertenece. Porque, efectivamente, el reloj de la Puerta del Sol fue donado a la ciudad de Madrid por José Rodríguez Losada, uno de los hijos de los bisabuelos de mi abuela. La historia está recogida y documentada en varios libros, pero a mí me gusta más el relato con tintes de leyenda que he recibido oralmente y año tras año, platito de uvas preparado y ese rumor a posteridad que agrada tanto en los círculos a los que me refiero.El caso es que los bisabuelos de mi abuela, oriundos de un pueblo leonés llamado Iruela, tenían varios hijos y se dedicaban al ganado. El pequeño José era tan aficionado a la lectura que cuando iba a cuidar de los rebaños siempre llevaba un libro, en el que se enfrascaba hasta perder la noción de la realidad. La realidad era el rebaño. Más de una vez, José había vuelto a casa sin una oveja o una vaca o un ternero (la especie cambia cada año, según qué tía abuela lo esté contando), que se perdían con la noción. Dicen los manuales que el niño recibía por ello terribles palizas, pero mi familia desmiente categóricamente este extremo. "La próxima vez que se te pierda una oveja no vuelvas a casa", dicen en mi familia que dijeron, en sentido figurado, los tatatatarabuelos. Lo cierto es que, cuando una vez más el fantasioso José se enfrascó en la lectura y perdió la noción de la realidad y un bóvido u óvido, puso, literalmente, tierra por medio.

Aquí comienza la fase más emocionante, con ese tono épico que las familias confieren a la evocación de las andanzas de sus antepasados más aventureros. José Rodríguez Losada, muy culto según todos los que no le conocieron, se largó al sur, se hizo liberal y llegó hasta Madrid, en donde se metió en política. Debió de meterse bastante, porque acabó en la cárcel por exceso de liberalismo. Cuando iba a ser juzgado, José sacó de su manga un as inesperado con el que chantajeó a las autoridades. Por lo visto, un ministro de la época, conservador, ultracatólico y casado, mantenía relaciones extramatrimoniales con una mujer. Ni corto ni perezoso, el encendido José amenazó con denunciar por adulterio al hipócrita. Y (lo que son las cosas del adulterio, que le pregunten a Bill, Bill Clinton) le soltaron. José se fue a Portugal y embarcó para Londres. Con una mano delante y otra detrás, me temo, porque hubo de dormir en el portal de una lujosa relojería y joyería en Regent's Street (la calle londinense en concreto siempre es motivo de una polémica familiar que ralentiza tradicionalmente la narración), en el que por la mañana le encontró el afamado relojero al que pertenecía, quien, sin hijos, le adoptó como ayudante. Muerto el relojero, el intrépido José, muy alto y muy guapo según todos los que no le conocieron, se casa con la viuda. Se hace rico, funda un periódico, inventa el sextante (o algo así) para barcos, protege a un Zorrilla detenido en Londres por no pagar la pensión, se convierte en relojero de la casa real inglesa (las tías abuelas coinciden en que el palacio de Buckingham está repleto de relojes Losada). Y de vez en cuando regresa a España, el afortunado José, donando relojes a discreción. El de la Puerta del Sol de Madrid, por ejemplo, que los de mi familia compartimos gustosos con el resto de los españoles, pero con ese cierto aire, hereditario por virtualidad oral, de que es un poco más nuestro que de los demás. El tío José (aunque, cuando sale en la tele, siempre exclamamos: "¡El reloj del abuelo!") murió en Londres dejando una descomunal fortuna de la que mi familia tiene tan poca noción como de la realidad tenía el pequeño lector José.

Acabando el milenio, y ante la noticia de que Tele 5 va a retransmitir las doce campanadas desde Córdoba, el relato familiar de fin de año se ha adelantado, teñido de un velado resquemor que se pronuncia con escepticismo: "Qué necesidad tendrán de sacar los pies del tiesto, si toda la vida se ha dado las uvas desde el reloj de la Puerta del Sol" (desde el reloj del abuelo, se quiere decir).

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