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Las posibilidades del socialismo libertario

Se juzgue como se juzgue su contenido, el socialismo libertario que Zapatero presentó en el Club Siglo XXI debe ser bien recibido por la izquierda. No es mala señal que el secretario general de los socialistas comience por aclarar los principios. Comienza por donde debe. Los principios ayudan a ordenar las prioridades, a señalar las metas, los objetivos y a aquilatar la realidad, a valorar las acciones o las instituciones. Se comienza por donde se debe y, también para bien, se invierte lo que venía siendo la norma hasta ahora mismo: hacer lo que se pueda y después, a decisión pasada, elaborar doctrina para justificar lo ya irreparable. Primero se entraba en la OTAN y después se encontraban virtudes sin cuento al atlantismo.La información proporcionada por la prensa acerca del "socialismo libertario" sólo permite una evaluación superficial que no evitará la injusticia. Cierto es que no ayuda a aclarar las cosas el inventario de corrientes de pensamiento y autores que han aparecido como fuentes de inspiración. Se percibe cierta disposición al "aquí cabe todo", que aun si disculpable, y no del todo, en las campañas electorales, no es la mejor cuando se trata de precisar ideas. Quizá pueda parecer una quisquilla académica, pero proclamarse, como parece ser el caso, comunitarista y liberal es como pretender ser a la vez monárquico y republicano: el comunitarismo, desde su origen, se ha caracterizado a sí mismo en oposición a las tesis del liberalismo. Esas maneras intelectuales no propician la limpieza mental y podrían llevar a pensar que, antes que dibujar perfil, lo que se busca es apuntarse todas las causas, precisamente lo que nunca puede hacer un ideario. Los principios ayudan a orientarse, a tomar decisiones en las encrucijadas. La vaguedad, lo que vale para todo, es como una brújula desquiciada, no sirve para nada.

En todo caso, el erial del debate ideológico en la izquierda española seguramente explica que la intervención de Zapatero haya sido acogida como agua de mayo y sería deshonesto despacharla desde lo poco que se sabe, volver a repetir de nuevo ese castizo "de qué se habla, que me opongo" que tanto daño ha hecho a la izquierda de por aquí. Pareciera que, por fin, se empieza a discutir sobre ideas, a contraponer propuestas.

Con todo, algo se puede decir. Se da en el "socialismo libertario" una elección de partida, de genealogía y parentesco, que aleja la conjetura de la especulación: la ubicación del proyecto socialista en la tradición liberal. Esa convicción parece firme. Desde luego, no es que abrume en información, pero ayuda a situarnos. Y, en alguna medida, es nuevo. Para muchos, hasta ayer mismo, socialismo y liberalismo parecían como el agua y el aceite. Uno empezaba exactamente donde acababa el otro. El socialismo libertario ya no se contempla como contrapuesto al liberalismo. Eso, desde luego, es una elección de punto de vista que fija algunas coordenadas.

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A falta de información más detallada, una razonable estrategia analítica consiste en explorar las posibilidades abiertas en la relación entre socialismo y liberalismo y trazar la cartografía del terreno donde inevitablemente el socialismo libertario tendrá que asentar sus reales. Ese sencillo ejercicio se revela de no poco provecho y, cuando se realiza, permite anticipar por dónde puede acabar el debate político. Anticipa sus posibilidades y, no menos, sus limitaciones. Según el tipo de relación que se establezca entre el socialismo (liberal) y el liberalismo, el debate tomará distintas formas, y no todas ellas tienen que ver con el debate de ideas, en el sentido más genuino de crítica política. Incluso no cabe excluir que, a pesar de los buenos indicios de estos días, el socialismo liberal acabe recuperando las habituales y fatigadas veredas del "y tú más". De hecho, como quiero mostrar, cuanto más cerca se sitúe del liberalismo, tanto menos probable es que ese debate se produzca.

Al interpretar la relación entre socialismo y liberalismo se pueden adoptar, en principio, cuatro miradas. Según la primera, el socialismo vendría a ser una suerte de liberalismo "auténtico" que no flaquea en la realización de los principios liberales, que los apura hasta sus últimas y más rotundas consecuencias. Desde esta sensibilidad, el socialismo no guardaría ninguna diferencia en los principios ni en los proyectos. Simplemente se toma en serio, por ejemplo, los pálpitos igualitarios que habitan en presupuestos como el de que todas las personas nacen libres e iguales y busca su materialización práctica.

La segunda interpretación vendría a decir que el socialismo es liberalismo "bien informado". Para esta perspectiva, los socialistas, sin abandonar los principios liberales, discreparían en la forma institucional que comúnmente ha adoptado su materialización. Para asegurar la realización de los principios liberales podría resultar conveniente abandonar algunas instituciones que tradicionalmente han acompañado al liberalismo. Estirando el argumento, se podría incluso llegar a sostener que el mercado y aun la democracia de representantes resultan incompatibles con el liberalismo: el primero, porque deja a los individuos al albur de un mecanismo ciego, porque sólo desde la mala fe se puede decir que es libre, dueña de su vida, la persona que, en su pobreza, no tiene otra opción que aceptar un salario miserable, ni tampoco, a su manera, el empresario que, en un escenario competitivo, no puede ofrecer unos salarios más decentes sin riesgo de arruinarse; la democracia, porque siempre han tenido mal convivir el principio de que todos, o unos cuantos políticos elegidos de vez en vez, pueden decidir sobre todo, que alienta la democracia, y el axioma liberal de que cada cual tiene derecho a hacer lo que guste con su vida. Desde luego, por lo general, los socialistas no llegan a apurar estos cabos argumentales y, en el mejor de los casos, esta perspectiva se agota, en su parte crítica, en la descalificación de una imprecisamente caracterizada "sociedad de mercado" y, en su vertiente positiva, en defensa del Estado de bienestar. Pero poder, podrían.

Según la interpretación "analítica", lo que les pasa a los liberales es que no saben exactamente de qué hablan, porque, cuando se miran con atención los principios liberales, significan algo bien distinto de lo que los liberales creen. Si ir más lejos, la simple libertad de oportunidades, dirían estos socialistas liberales, no es libertad, porque la libertad no existe sin recursos. Con ejemplo clásico: no parece muy cabal decir que el pobre es libre de escoger entre dormir en Central Park y el hotel Plaza, al menos no en el mismo sentido en lo que lo es Donald

Trump. Aunque, en principio, esta mirada parece que tampoco abandona el horizonte de los valores liberales, no cabe ignorar que definir un valor de un modo diferente es, en rigor, referirse a un valor diferente: decir que la libertad consiste en "no depender de los humores y arbitrariedades de los demás al decidir sobre la propia vida" es algo más que precisar el uso liberal de la palabra "libertad". Si se cree, con el liberal, que uno es libre para hacer algo cuando no le prohíben hacerlo, Donald Trump y su empleado son igualmente libres. Las cosas se valoran de modo bien diferente desde aquella otra idea de libertad.

La última mirada traza lindes y se sitúa del otro lado. El socialismo, aun si comparte algunos valores con el liberalismo, en lo fundamental participa de otras ideas. Por lo dicho, porque dibujar los principios con otros contornos es acoger otros principios, esta perspectiva no se aleja completamente de la anterior. En todo caso, desde esta perspectiva, la disputa de ideas tiene el clásico sabor de quien reconoce que quiere ordenar la vida compartida desde principios que no resultan aceptables para la perspectiva liberal.

Las dos últimas interpretaciones se acercan más a lo que siempre se ha entendido por debate de ideas, aun si la primera parece reclamar alguna presencia de "expertos", aunque en este caso en la vecindad de la reflexión política, encargados de pulir conceptos y de precisar genealogías, de determinar cuál es el sentido más atractivo de ideas como las de libertad o autonomía, o qué familia es la que con más derecho puede reclamar la herencia liberal.

Por el contrario, las dos primeras interpretaciones dejan escaso lugar para el debate de ideas. Si todo el problema es que los liberales no están a la altura de sus proclamas, la discusión no puede ir muy allá. A lo sumo hay que dilucidar por qué carecen de arrestos o quién les paga, y, en consecuencia, la batalla política se agota en una pobre psicología ad hominem, sea en clave de conspiración ("sirven a sus amigos"), sea en clave de flojera o hipocresía ("no hacen lo que proclaman"). La segunda interpretación, el socialismo como "liberalismo informado", si se cree lo que dice, debería dejar la política en manos de tecnócratas encargados de determinar cuál es el modo más eficaz de asegurar la realización de los compartidos principios liberales. Del mismo modo que cuando queremos viajar del modo más económico acudimos a una agencia de viajes, a los políticos no les quedaría mejor opción que acudir a especialistas, al departamento universitario de turno, por un decir optimista, para determinar qué mejores instituciones. Desde luego, ninguna de estas interpretaciones deja en buen lugar a los liberales de siempre. Bien quedan como pusilánimes, faltos de coraje o inauténticos, que no se toman el serio lo que prometen, bien como ignorantes que no han estudiado lo suficiente. No es un refinado escenario de debate ideológico.

Ése es el paisaje en donde el socialismo libertario tiene que ubicarse. A la vista de la escueta información disponible, lo único que parece seguro es que la opción excluida es la última, que los socialistas no están por la labor de discutir los principios del liberalismo, y no es mucho arriesgar pensar que se inclinan por alguna de las dos primeras interpretaciones. En tal caso, por lo dicho, el debate de ideas tendrá un vuelo limitado. Cuando se comparten las ideas, no hay "discusión de ideas". A los meses por venir queda el desmentido.

Félix Ovejero Lucas es profesor de Metodología de las Ciencias Sociales en la Universidad de Barcelona.

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