Las lavanderas de Horta ISABEL OLESTI
La última vez que vi lavar la ropa en un lavadero público fue en Pratdip, en el Baix Camp, pueblo que inmortalizó Joan Perucho en su novela Les històries naturals. De esto hace sólo tres años y estoy segura de que aún funciona, pues nadie tenía la intención de quitarlos. Todas las mujeres con las que hablé tenían su lavadora en casa, pero preferían el lavadero público porque la ropa pequeña quedaba más limpia y porque la hora en que el marido hacía la siesta era el mejor momento para salir de casa y lavar tranquilamente, siempre que el tiempo acompañara.Hace unas semanas vi un reportaje por televisión de unos lavaderos en desuso en el barrio de Horta. Enganché el reportaje a la mitad, pero me pareció entender que eran unos lavaderos particulares y que hace 30 años o más servían para lavar la ropa de los señores del Eixample. Me acordé entonces de los veranos que pasaba mi familia en Prades. Por aquel entonces no teníamos lavadora porque el piso era una miniatura y porque nadie se planteaba comprar un artefacto semejante habiendo un lavadero a la entrada de la casa. Pero como éramos muchos y mi madre no daba abasto con tanta ropa, una señora se encargaba de lavarnos las piezas mayores: sábanas, manteles, toallas...
Cada lunes, mi madre me daba un fardo con la ropa sucia y yo la llevaba a casa de esa señora. Los lavaderos de Prades estaban situados en la entrada del pueblo, bajo unos plátanos fantásticos. Como en Prades no pasaba ni un coche, ya desde lejos se oía el murmullo de voces de las mujeres y el chapotear de sus manos y de la ropa en el agua. Me gustaba observar sus voluminosas caderas, que se movían al unísono formando una cadena frente a la piedra. Dos días más tarde iba a recoger esa misma ropa, plegada y planchada, y ya no era blanca sino con un deje de azulete y un regusto de lejía y no de hierbas silvestres como se supondría en el campo.
Animada por esos recuerdos me fui a Horta, a la calle de Aiguafreda, que parece un nombre hecho a medida para la actividad en cuestión. Bajé en la estación de metro de Horta y crucé la calle de Dante, a aquella hora de la tarde llena de escolares bulliciosos que salían del colegio. Subiendo por la bajada de Can Mateu el panorama cambiaba radicalmente: casas de una sola planta o chalets de dos pisos con un pequeño jardín delante que la mayoría de vecinos utiliza para dejar el coche. El silencio y la tranquilidad de la calle de Granollers contrastaba con el ajetreo de Dante. Un grupo de muchachos fumaba en medio de un pequeño sendero que baja hasta la calle de Aiguafreda. Es tan estrecho este camino que para no molestarlos di la vuelta hasta el final de Granollers por esa parte y entré en Aiguafreda por la otra punta. Fue como entrar en otro mundo.
No se veía a nadie salvo algunos gatos que dormían largas siestas o se paseaban con el ánimo relajado, convencidos de que nada ni nadie iría a molestarles. A un lado, enfrente de la montaña de Collserola, se encuentran las casas, la mayoría de una sola planta o máximo de un piso. Sólo una parece abandonada, con la fachada sucia y el huerto enmarañado de hierbajos. Delante de cada casa, al otro lado de la calle, están los lavaderos con su correspondiente pozo y más allá el huerto que algunos vecinos han transformado en jardín. Los pozos están tapados y en la mayoría de ellos hay macetas con ágaves o rosas; otros, más abandonados, se han llenado de tierra y ahora en el fondo crecen los helechos. Hay flores y plantas por todas partes: un dondiego de noche que debe perfumar toda la calle, marquesas, dineritos, claveles... Veo salir una mujer de un huerto y le pregunto por los lavaderos. "Hace muchos años que no sirven, ya no viene nadie. Aquí sólo vivimos gente mayor". Pero al caminar unos pasos se abre de repente una puerta,sale una adolescente que llama a la casa de al lado y desaparece. El huerto de esta casa tiene un melocotonero y una vistosa buganvilla morada.
Las lavanderas vivían en estas casas y lavaban la ropa de las familias del Eixample en esos lavaderos que ahora sirven de parterres o simplemente están vacíos. El de la señora que encontré está dividido en tres compartimientos, uno de ellos con agua verdosa. Aunque ella me aclara enseguida que ahora nadie lava la ropa en la calle porque todas tienen lavadora en casa. Lo suponía.Las mujeres de antaño iban a recoger la ropa al Eixample, la traían hasta aquí arriba, la lavaban, la secaban, la planchaban y se iban otra vez al centro a pie: una buena caminata.
Encuentro a otra vecina trabajando en su huerto. "Si tuviera la cabeza clara te contaría cosas, pero ya no me acuerdo de casi nada. En aquel tiempo esa calle estaba siempre llena de gente, no como ahora". Yo no la veo tan vacía. No hay coches, ni tan siquiera se oye el ruido de motores, pero seguro que en primavera se escucha el canto de los pájaros.
Uno de los sueños de Francesc Macià fue que cada catalán tuviera su casita con huerto. No lo consiguió, ni mucho menos, pero algo de ello queda. Al menos en Horta.
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