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Tebeos

LUIS MANUEL RUIZMuchos no aprendimos a leer en los libros, sino en sus hermanos pequeños, unos familiares más modestos y suaves que nos ayudaban a pasar con menos reparos el tránsito de la vigilia al sueño cada noche, que leíamos en la cama, con la almohada plegada bajo la oreja para dominar mejor la página, acercando el volumen a la bombilla de la lámpara acoplada a la cabecera. Esos primeros volúmenes nos facilitaron, a mi generación y a todos los que surgieron con ella, el primer paso al orbe de la literatura. Cuando nuestros cerebros, todavía blandos y balbucientes, no poseían suficiente imaginación para pintar las escenas en que transcurrían las novelas, los tebeos nos describían con cuatro trazos paisajes y héroes convincentes, poderosos, que luego bosquejábamos en nuestros cuadernos de clase protegidos de la mirada reprobatoria del profesor. El cine y la televisión también nos ametrallaban con todo un caudal de imágenes, pero no podían sustituir la intimidad, el profundo calor personal de conversación privada con que nos premiaban los personajes de los tebeos: aislado en un extremo del sillón de la salita, agazapado bajo el edredón y las mantas, en la sala de espera del médico a donde había ido acompañado de mi inseparable álbum, yo me olvidaba de las tres dimensiones del mundo y me refugiaba en las dos del papel, me convertía en otro individuo plano y escueto de los que recorrían las viñetas, saltando de aventura en aventura. En los tebeos aprendí mis primeros rudimentos de Geografía y de Historia, de Arte, de Literatura. Hergé me hizo dar la vuelta a la tierra, Uderzo y Goscinny asomarme a una versión heterodoxa de la historia de Roma. Hoy todavía me entusiasmo revisando los pequeños detalles de las selvas del Orinoco en los fascículos de Hugo Pratt.

A los amantes del cómic a los que nos ha tocado vivir al sur de Despeñaperros no nos queda más remedio que aprovechar excursiones intermitentes a la capital del reino o más allá para reencontrarnos con nuestros héroes favoritos. Cuando voy a Barcelona, apenas soy capaz de salir de la Rambla: cada quiosco es una biblioteca inagotable, donde uno puede envejecer revisando estantes. En otros países de Europa, como Francia e Italia, el cómic se ha introducido en todos los niveles de la vida cultural, y es frecuente encontrarlo en las librerías; la famosa Gibert Jeune, de París, que cuenta con cinco o seis plantas, reserva toda una de ellas sólo al noveno arte. Quizá últimamente haya podido sentirse un tibio cambio por acá y uno encuentre un par de baldas llenas de revistas ilustradas en las principales librerías, e incluso anuncios de Muestras y Simposios dedicados a esta variante bastarda de la literatura en provincias muy alejadas de Madrid y Cataluña. Es el caso de la I Muestra de Cómics que se celebra en estos días en el Palacio de Congresos de Cádiz. Uno cuenta entonces con la posibilidad, sin temer que tomar un avión ni el AVE, de repasar las viñetas de los aventureros que nos deslumbran y tal vez, con un poco de suerte, hasta de charlar con Jordi Bernet o Daniel Torres para preguntarles por el público que se acerca a los mostradores. No todo son niños.

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