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Europa en la encrucijada

Las cumbres de Biarritz y Niza están precedidas por numerosos pronunciamientos sobre el proceso de construcción europea y acompañadas por acontecimientos de singular importancia, como la caída de Milosevic o el agravamiento de situación en los territorios ocupados de Palestina. En el trasfondo, el progresivo debilitamiento del euro y la disminución de las expectativas económicas, petróleo incluido. Mas allá, el temor a la ampliación decidida y la indefinición sobre el papel de Europa en el desafío global.He visitado Berlín para compartir un programa de televisión con Helmut Kohl, el ausente que llenó con su presencia las celebraciones del décimo aniversario de la unificación alemana. Con la Puerta de Branderburgo al fondo, pasado y futuro de la Unión Europea se mezclan en la conversación.

Recordamos el caballo de la historia galopando sin jinete la noche de la caída del muro. Los líderes que habían vivido la guerra y la separación -Kohl o Brandt- percibieron que había que cabalgarlo y saltaron sobre la grupa. No era un problema ideológico, sino de vivencia histórica y capacidad de captar el momento. También de sensibilidad europea. Querían la unidad de Alemania en el proceso de unidad de Europa, en medio de la desconfianza de los más.

Saltamos al presente y al futuro de la Unión, a sus desafíos, a los estados de ánimo que impregnan la realidad actual. Es la primera vez, le dije a H. Kohl, que vivimos inmersos en el euroescepticismo en una época de bonanza económica. ¿Qué ocurrirá cuando cambie el ciclo?

Pocos días después, el último bastión del pasado cae. La estrategia del superviviente Milosevic parece llegar a su fin. Una nueva toma de la Bastilla, sobrecogedora como el asalto al muro de Berlín. Aspiraciones incontenibles de libertad y de paz en la región más castigada por el nacionalismo excluyente. La promesa de la Gran Serbia deja en el camino centenares de miles de muertos, de refugiados y un montón de escombros.

En la cumbre de Biarritz, la discusión sobre lo inmediato. La Conferencia Intergubernamental y un tema crucial que pasa inadvertido en los pronunciamientos: la Carta de Derechos Fundamentales. Y sobre lo inmediato previsto estalla la actualidad imprevisible: Yugoslavia y la crisis en el proceso de paz del Próximo Oriente. Este cuadro dominará el encuentro y se prolongará hasta Niza.

La discusión sobre lo inmediato previsto sigue realizándose sin claridad en los objetivos a medio y largo plazo. Por eso las declaraciones de los líderes apuntan a ese horizonte de manera confusa y contradictoria. Todos coinciden, sin embargo, en que esta Conferencia no prepara a la Unión para soportar la dimensión de 20, 25 o más países miembros y funcionar con eficacia.

Cuando decidimos la Conferencia que nos llevó al Tratado de Maastricht, en la cumbre de Madrid de junio del 89, era imprevisible que el muro cayera en noviembre y que los países del centro y del este de Europa ansiaran pasar inmediatamente del paraíso comunista al infierno de la Unión. En el recorrido de nuestras discusiones vimos la necesidad de contemplar el nuevo escenario europeo. La Conferencia, que no podía responder al reto, terminó con el compromiso de convocar la siguiente, incluyendo la realidad de una Europa nueva y distinta.

No sólo había que profundizar, sino que era imprescindible reformar para ampliar, para dar cabida a los aspirantes doblemente legitimados por su condición de europeos y por el sentimiento de haber sido abandonados a su propia suerte en manos de dictaduras totalitarias. Nosotros, españoles, podíamos entenderlo mejor que otros.

Con ese doble objetivo se trabajó en la conferencia que se convirtió en el Tratado de Amsterdan. Pero no se arreglaron los problemas internos que debían preparar a la Unión para la ampliación y se volvió a acordar la convocatoria de una nueva Conferencia para los mismos fines.

Ante ésta nos encontramos, en el cuadro que describía más arriba: euroescepticismo, debilitamiento de la Comisión, problemas con un euro que no se corresponde con una política económica común y la idea de una nueva Conferencia, aun en el supuesto, por ello mismo menos probable, de que ésta apruebe las propuestas de la presidencia francesa.

Imaginemos que se aprueban las reformas, seguramente imprescindibles en la misma medida en que lo eran en la anterior Conferencia de Amsterdan. Sería una bendición, pero no sería la respuesta a la ampliación. El horizonte seguiría sin despejar, incluso si se da el paso de incorporar la Carta de Derechos Fundamentales de la UE, clave en la definición de la ciudadanía europea, de la civilidad de nuestra identidad de identidades.

En la medida en que la Comisión pierde peso a favor de los Gobiernos, se debilita lo común. En la medida en que la política monetaria responde a políticas económicas y presupuestarias diferentes, el euro resulta imprevisible para los analistas y los inversores. En la medida en que el Parlamento Europeo proyecta su control sobre esa Comisión debilitada y nada sabe de la política del Banco Central Europeo, los ciudadanos de la Unión ven cómo escapan a sus representantes nacionales o europeos la mayor parte de las decisiones trascendentales.

Lo que deciden los Consejos no pasa por los Parlamentos nacionales, o lo hace escasamente en la mayoría. Lo que decide el Banco Central no responde a la política económica de ningún país concreto, y menos de la Unión, porque es inexistente.

Pero junto a esta confusión llena de pulsiones nacionales y vacía de voluntad europeísta late, en todas las aproximaciones, el discurso moralizante de la necesidad de la ampliación y el temor a las respuestas que comprometen. Cuándo y cómo se van a incorporar los aspirantes. Se les propone que remen en una regata que no conduce a una meta, porque la Unión tampoco hace sus deberes para definirla.

Como telón de fondo, la preocupación por el papel de Europa -la actual o la ampliada- en el nuevo escenario internacional. El de la globalización o la mundialización.

Tal vez ésta sea la mayor paradoja del momento histórico que vivimos. Porque el gran invento de la construcción europea, que nace del intento de superar la patología de la guerra, es hoy el mejor instrumento para enfrentar los desafíos del cambio de era. Esa cesión de competencias soberanas de los Estados europeos, para compartirlas en un espacio común, es la gran oportunidad para tener dimensión, peso, capacidad en la nueva economía, en la revolución tecnológica, en la sociedad del conocimiento o como quieran llamarla. La superpotencia europea de la que habla Blair, más allá del debate sobre la denominación federal o no, sólo es posible desde la soberanía compartida en todo aquello que se haga mejor entre todos. Respetando, eso sí, en el reparto de funciones, las identidades de cada uno y la cohesión del conjunto.

Profundizar y ampliar la UE, es la mejor respuesta para el continente y para cada país. Pero hay que encararla más allá de la discusión de la letra de la propuesta que tendrán los jefes de Gobierno sobre la mesa, incluso para facilitar esta tarea sin debates cortoplacistas.

En la conversación con Kohl, como en las que he mantenido con Delors, convenimos en que la clave del proceso era la convergencia de una presidencia de la Comisión fuerte, con iniciativa y decisión ejecutiva, con unos cuantos jefes de Gobierno -incluyendo siempre a Francia y Alemania sin demagogias de directorios-, que tejiera una red de confianza y acuerdo para llevar adelante la construcción Europea. Ésta es la principal carencia del momento.

Se habla de crisis de liderazgo y se olvida la crisis de confianza. Temo que hay más de lo segundo que de lo primero, aunque las consecuencias den otra impresión y sea la tentación de los que no estamos en la responsabilidad directa.

Si hubiera existido confianza entre un núcleo de dirigentes, las propuestas sobre ampliación y reforma institucional hechas en Helsinki no serían tan fuertemente contradictorias como para reclamar una nueva Conferencia cuando ésta se apruebe y olvidar las necesidades presupuestarias de la operación.

Con confianza entre los dirigentes la situación del euro, por la ausencia de políticas económicas y presupuestarias comunes, se corregiría y no se oirían voces divergentes que ocultan una realidad preocupante.

Es la confianza que falta para frenar el debilitamiento de la Comisión, que poco tiene que ver con la PESC y mucho con el repliegue hacia lo intergubernamental, poniendo en peligro el delicado equilibrio europeo.

O la que no existe para encarar propuestas de acciones comunes en política exterior, ahora imprescindibles en Yugoslavia y Oriente Próximo, que sumen y coordinen los efectivos disponibles en el Consejo, en la Comisión y en los Estados miembros, evitando actuaciones en orden disperso y creando un acervo común progresivo.

Europa, la de la Unión de hoy y la grande, con los países liberados del totalitarismo, está ante una gran oportunidad, sólo comparable con el riesgo que se derivará de no actuar con una visión clara del medio y el largo plazo. Para generarla, para estar a la altura de un proyecto ambicioso, los líderes europeos tienen que recuperar la confianza. Aunque no es un problema de ideologías, sino de europeísmo, la responsabilidad de los socialdemócratas en este momento, por la voluntad de los ciudadanos, es determinante.

Felipe González es ex presidente del Gobierno.

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