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La contención del gasto farmacéutico

En 1996, el gasto público en medicamentos despachados en farmacias (sin contar los aplicados en hospitales) sumó 800.000 millones de pesetas, equivalentes al 22,7% del gasto sanitario público total; en 1999 asciende a 1.041.000.000 de pesetas y al 25,1%, empujado por tres años de crecimiento intensivo, a una tasa media del 9,14%, muy superior al incremento del PIB nacional y de los recursos financieros de la sanidad pública. Éste ha sido el resultado concreto, y desde luego lógico, de la política de entretenimiento o de hacer que se hace seguida por el anterior Gobierno con medidas de contención, que se diría, seleccionadas por su escasa o fugaz eficacia, aunque siempre fueron implantadas entre triunfales estimaciones de ahorro: pacto con la industria farmacéutica, lista negativa, rebajas selectivas de precios, recorte de los márgenes de almacenes y de farmacias, genéricos raquíticos. Medidas vacías de vigor y de seriedad, obviamente insuficientes para sujetar un gasto tan desorbitado que está fuera de lugar en el mundo industrializado y cuyo desproporcionado peso en la estructura financiera asistencial (ya absorbe más de la cuarta parte de los recursos) oprime a las asistencias primaria y hospitalaria y constituye un factor crítico para el desarrollo del Sistema Nacional de Salud.En el primer semestre de 2000, las cifras continúan desmandadas (667.000 millones), aunque con una insignificante flexión de la tendencia, y el actual Gobierno también parece dispuesto a seguir esa política de cuidadas apariencias con dos resoluciones que de nuevo esquivan el corazón del gasto farmacéutico: la merma de los beneficios de las farmacias de mayor venta y unos precios de referencia desvirtuados.

La primera es incapaz de influir en la demanda y en los precios, los factores que determinan el incremento del gasto. Es, pues, inútil. Sí, el sistema extraerá de los farmacéuticos unos fondos adicionales, siempre bienvenidos, pero no aliviará en nada su anormal avidez de medicamentos. Por su parte, los precios de referencia aquí elaborados son: a) de muy corto alcance: se han restringido sin razón a un pequeño grupo farmacéutico (especialidades con el mismo principio activo y bioequivalentes) que no representa más del 8% o 9% del mercado, cuando en Dinamarca, Alemania u Holanda los precios de referencia abarcan el 30%, el 60% y el 90%, respectivamente; b) confusos: la distinción entre las especialidades bioequivalentes, incluidas en los precios de referencia, y las no bioequivalentes, excluidas, es tan artificial y equívoca para los prescriptores que estos precios de referencia no podrían funcionar si la Administración no hubiera impuesto una paradójica rebaja hasta el precio de referencia a las mismas especialidades no bioequivalentes que no admite en los precios de referencia; c) no estimula el uso de genéricos: el mecanismo de los precios de referencia introduce la competencia por el precio y provoca la rebaja de los medicamentos caros hasta el de referencia, que es el máximo pagado por la sanidad pública (por ejemplo, 10.000 pesetas), pero, llegado a dicho límite y por debajo de él, todos los precios son pagados indistintamente (el de 1.000 pesetas igual que el de 800 o el de 80), de forma que no puede producirse competencia por el precio y, por tanto, las especialidades baratas no ofrecen ventaja alguna. Los genéricos pierden atractivo (para promover el empleo de estos productos en un régimen de precios de referencia sería preciso liberar sus precios y fijar de referencia el más bajo de ellos), y d) envilecen el mercado de genéricos: el procedimiento de sustitución obligatoria de las recetas de especialidades con precio superior al de referencia por un genérico que no exceda dicho precio deja la elección de este genérico sustituto en manos del farmacéutico, que seguramente no despachará el más barato, sino el que le ofrezca mayor ganacia.

Los laboratorios productores de genéricos no tendrán más remedio que rivalizar en descuentos irregulares añadidos (generalmente en producto: a ver quién da más ejemplares de regalo por cada lote que la farmacia compre) para conseguir el favor decisivo del farmacéutico. Con estos precios de referencia, el Gobierno suscita una rara competencia en especie que beneficia al farmacéutico y no al sistema, envileciendo el mercado de genéricos.

El motor principal del acelerado crecimiento del gasto farmacéutico es, como bien se sabe, ese incesante torrente de nuevos medicamentos con precios cada día más elevados, pero con aportaciones terapéuticas que, en su gran mayoría, son sólo menores o cosméticas. "Quizá tres productos nuevos cada año ofrecen algo sustancial, mientras aparece una gran cantidad de simples versiones de otros conocidos", recordó el Seminario sobre Regulación de Productos Farmacéuticos, celebrado en Bruselas en 1998 (Eurohealth, invierno 99). Pocas novedades útiles y muchas seudonovedades innecesarias y muy caras, que levantan el gasto y fomentan el despilfarro.

Sin embargo, las autoridades farmacéuticas, chocantemente no muestran interés en distinguir los medicamentos que contribuyen al progreso curativo de aquellos otros meramente especulativos. Al contrario, en los ensayos clínicos previos al registro oficial, las especialidades han de contrastar su eficacia y su seguridad con un placebo o sustancia inerte, y no con alguno de los fármacos de su mismo grupo terapéutico existentes en el mercado y ya experimentados en la práctica médica.

¿Por qué se evita comparar lo que ofrece el nuevo con lo que ya se tiene, cuando ésa es la forma más inmediata y transparente de percibir las diferencias y medir el grado de novedad? Tampoco se le pide al medicamento que demuestre un valor socioeconómico superior al de similares en uso para concederle un precio de venta más alto o el reembolso por la sanidad pública. ¿Recibe la sociedad el adecuado valor por ese mayor precio? En el mundo farmacéutico se actúa de un modo absurdo, como si todo lo nuevo fuera mejor y siempre mereciera ser más caro, mucho más caro.

Diferenciar, en ese continuo flujo de medicamentos nuevos, las poquísimas novedades reales de la multitud de seudonovedades inflacionarias, no es sólo un elemental deber de sensatez administrativa, sino la primera condición para moderar el gasto.

El Gobierno tendría que someter cada nuevo fármaco a un análisis coste/efectividad o comparación de los costes por unidad de resultado del producto nuevo y de sus semejantes antiguos, que permitiría apreciar la utilidad terapéutica que aquél añade, y autorizar el precio en función de la misma (por ejemplo, el precio de los que nada o muy poco aportan no tendría que ser superior al de sus similares ya en el mercado).

Australia, Canadá/Ontario, Estados Unidos (para el consumo a cargo del Medicaid y de las entidades privadas de asistencia gestionada) y Nueva Zelanda exigen oficialmente esta evaluación. Finlandia, Holanda y Reino Unido (éste, por medio de su National Institute for Clinical Excellence) se disponen a hacerlo, y Francia y otros países la requieren oficialmente.

Claro está, los estudios farmacéuticos no bastan. La contención de nuestro desmesurado gasto farmacéutico sólo será posible con una coalición de medidas de eficacia probada en otras naciones, aplicada con firme voluntad política y presidida por un análisis del coste/efectividad, único medio de sujetar el corazón del gasto.

Enrique Costas Lombardía es economista.

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