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Apostillas de un inocente

He leído con atención y perplejidad el artículo de Fernández Enguita titulado Por el fin de la inocencia (18-9-2000), en el que critica un artículo mío anterior, Conmigo o contra mí (6-9-2000). Como réplica, me limitaré a clarificar algunos puntos importantes.1. Empezaré por la acusación de "dar pábulo a la actual estrategia etarra". Al partir del rechazo ético incondicional de la muerte como instrumento político, sea cual fuere el fin que se invoque, difícilmente puedo dar pábulo a ninguna estrategia terrorista. La precondición teórica de que se pueda dar ese pábulo es que se considere como éticamente aceptable alguna forma de justificación política de la administración de la muerte, como hace Fernández Enguita al justificar la pena de muerte, "la ETA antifranquista heroica" e incluso "el terrorismo de Estado".

No quiero caer en la fácil tentación de invertir la acusación, pues, en mi opinión, los reproches mutuos de "legitimar a ETA" que se intercambian el PP y el PNV carecen de sentido, porque las decisiones de ETA son autónomas y jamás han buscado legitimación fuera de su propio discurso autista, ni siquiera en el discurso ventrílocuo de los exégetas de HB.

Porque ETA es autónoma y porque su principal objetivo es su propia perduración es por lo que la desaparición del terrorismo es función exclusiva de dos factores: la eficacia policial en la detención de los comandos y la desaparición de las condiciones favorables a su reproducción.

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Sólo sobre estas últimas pueden actuar eficazmente los políticos y los ciudadanos, y sería deseable que la discusión pública se centrara en los medios más eficaces para suprimir las condiciones que favorecen la reproducción de ETA. Con sólo dos condiciones: que sean conciliables con los valores democráticos y que sean realistas (no sólo idealmente buenos ante el "tribunal de la razón", sino con alguna posibilidad de influir en la realidad vasca, tal cual ésta es, en el sentido deseado, y no produciendo efectos contrarios a los buscados).

2. Fernández Enguita encuentra "impecable y tremendamente oportuna" la primera parte de mi artículo, pero disiente de mi análisis de lo que fue el Pacto de Lizarra y de mis conclusiones políticas sobre la actualidad.

El presupuesto de partida era: después del Pacto de Lizarra y de la ruptura de la tregua de ETA, una política realista contra el terrorismo que busque (como complemento de la imprescindible eficacia policial) suprimir las condiciones de reproducción de la militancia etarra respetando los valores democráticos, debe tener en cuenta varios hechos obvios y debe respetar ciertos límites políticos.

Esos hechos, ya consumados e irreversibles, son:

a) La última década ha asistido, junto al debilitamiento de ETA y a la percepción interna del riesgo de su disolución policial, a una acelerada disminución del apoyo popular a la violencia, a una creciente manifestación pública de la oposición social a ETA, a una notable disminución de los beneficios políticos y simbólicos que durante mucho tiempo la violencia produjo al mundo abertzale radical, a un estancamiento político de HB, a un lento pero claro retroceso electoral del PNV y EA; a un paralelo ascenso electoral del PP y a una salida sin complejos a la luz pública de sectores sociales no-nacionalistas antes silenciados por el miedo.

b) Pese a ese claro retroceso del nacionalismo vasco, tanto democrático como filoetarra, la sociedad de la Comunidad Autónoma Vasca sigue estando dividida, prácticamente por la mitad, entre nacionalistas vascos y quienes no lo son.

c) Pese a que la violencia ha dejado hace tiempo de producir réditos simbólicos y se ha convertido en una rémora política hasta para HB, esa cuantiosa minoría de los nacionalistas vascos que constituye "el mundo de HB" ha logrado configurar, en torno a una ETA de la que difícilmente puede sacudirse la dependencia, una microsociedad cerrada, totalitaria y violenta, rabiosamente independentista, cuyo núcleo juvenil constituye el caldo de cultivo de la reproducción de ETA.

d) En el contexto socio-político configurado por los hechos reseñados, el PNV y EA, los nacionalistas democráticos (que, pese a haberse decantado en la transición por una estrategia estatutista, nunca renunciaron ideológicamente al "soberanismo") creyeron poder aprovechar la debilidad de ETA y la crisis de HB para resolver, con Lizarra, varios problemas a la vez: lograr el fin del terrorismo, invertir la tendencia electoral descendente del nacionalismo vasco, prescindir de la necesidad de aliarse con el PSOE, conseguir la unidad abertzale y dar los primeros pasos en la consecución de su sueño soberanista.

e) Toda la estrategia de Lizarra, basada en la desaparición de la violencia etarra como precondición de la unidad abertzale en pos de la "construcción nacional", se derrumbó estrepitosamente a causa de la recomposición orgánica de ETA, la ruptura de la tregua y la subsiguiente campaña de asesinatos.

f) Tras la brutal ofensiva etarra de este verano y el desánimo consiguiente (que llevó a algunos a magnificar el poder de la "nueva ETA"), las recientes detenciones en España y Francia, el creciente clamor popular contra crímenes cada vez más incomprendidos y rechazados, la reaparición de voces disidentes en HB y la petición de tregua indefinida por gentes habitualmente tan fieles como Txillardegui y Sastre, revelan que la irresistible tendencia registrada en los noventa al progresivo debilitamiento de ETA y, sobre todo, a la inversión negativa de sus efectos políticos para los nacionalistas en general y para HB en particular, no sólo no se han alterado, sino que se han intensificado. Cada vez es más la gente de todo el espectro político, incluidos los nacionalistas, que en el País Vasco está contra ETA, y cada vez lo está de modo más indignado, radical y decidido.

g) Lo que ha cambiado en relación con la situación anterior a Lizarra es el contexto político en que ahora se produce ese creciente y generalizado rechazo a ETA. La universalmente invocada "unidad democrática contra el terrorismo" se ve impedida por un doble, complementario e igualmente ciego condicionamiento político: el PP y el PSOE exigen al PNV, como condición previa para el diálogo y la colaboración antiterrorista, el abandono del soberanismo y la aceptación de la Constitución y el Estatuto como horizontes políticos irrebasables, mientras que el Gobierno Vasco del PNV exige la previa aceptación del "ámbito vasco de decisión". A ninguno le basta con el simple rechazo del terrorismo etarra como condición única para ponerse a hablar.

Teniendo en cuenta todos estos hechos, el objetivo principal de mi artículo no era, como Fernández Enguita parece creer, decidir a posteriori si la conducta del PNV en torno al Pacto de Lizarra fue o no democrática -lo fuera o no, Lizarra y su fracaso son ya un hecho irreversible-, sino decidir si actualmente es o no una exigencia democrática inexcusable que el PNV renuncie al soberanismo y acepte como horizonte político insuperable la Constitución y el Estatuto.

Mi opinión es que, se piense lo que se piense sobre la primera cuestión, la respuesta a la segunda es "No": desde una concepción de la democracia como forma de

gobierno basada en unas determinadas reglas del juego político para la resolución de conflictos y la agregación de preferencias, la independencia de Euskadi es un objetivo tan estúpido y tan legítimo como cualquier otro, siempre que se persiga por medios pacíficos y democráticos, algo que últimamente ha aceptado hasta Aznar.

Y desde el punto de vista de una ideología democrática que haga hincapié en la fundamentación exclusiva del Estado en la voluntad de los ciudadanos, la concepción de la nación (de la nación española) que la Constitución consagra es tan naturalista, tan organicista, tan esencialista y supravoluntarista, tan antidemocrática en suma, como la concepción de la nación (de la nación vasca) del Pacto de Lizarra y de los documentos soberanistas del PNV.

En cuanto al fracasado y denostado Pacto de Lizarra, creo que por una vía parecida (la inserción en un bloque abertzale soberanista, pacífico y democrático, de las huestes de HB convencidas de que la violencia residual y enloquecida de una ETA cada vez más débil perjudica la lucha por la independencia) se producirá, tarde o temprano, el final del terrorismo.

Cuando Fernández Enguita escribe que "salvo que se esté dispuesto a regalarles la independencia de Euskadi... no hay nada, ni grande ni pequeño, que se pueda negociar con ETA", está confundiendo en uno solo los diversos sujetos posibles de esa negociación, como si del hecho de que el PNV pacte lo que fuere con ETA se dedujera necesariamente que también el PP, el PSOE o el Gobierno español están obligados a hacerlo. La novedad de Lizarra consiste precisamente en que, en abierta ruptura con toda la teorización etarra previa sobre la necesaria negociación con el Gobierno español, ETA se limitó a negociar con el PNV y EA la estrategia política de los nacionalistas, y ni siquiera llegó a plantear unos puntos mínimos de negociación con el Gobierno. Lo cual marca ya de modo definitivo para el futuro el límite máximo de lo que ETA puede aspirar a lograr con la "lucha armada": el retorno al crimen tras la ruptura de la tregua no debiera hacernos olvidar la magnitud de esta renuncia si la comparamos con las expectativas desmesuradas que ETA tuvo en el pasado.

Por lo demás, defender la legitimidad democrática de la opción soberanista del PNV (si además, en virtud de ello, ETA deja de matar, tanto mejor) no obliga al PP, al PSOE ni a nadie, a compartirla ni a pagar a ETA un precio político que ni siquiera les ha pedido. Aceptar el diálogo con un PNV soberanista que rechaza democráticamente el terrorismo no implica ni aceptar el diálogo con ETA, o con una HB que no repudie la violencia, ni aceptar los presupuestos soberanistas, ni hacer concesión alguna a ETA o al PNV: sólo implica dialogar con él sobre las coincidencias y, sobre todo, sobre las divergencias en los respectivos objetivos políticos y en las respectivas políticas antiterroristas, especialmente sobre la coordinación policial.

Si se acepta que el desenlace soberanista del fin del terrorismo es posible, realista y no rebasa los límites de lo democráticamente permisible, la pregunta por la alternativa política que se le enfrenta surge inevitable. Siendo, sin duda, democráticamente legítima la presión política sobre el PNV para que abandone el soberanismo, como lo es asimismo el proyecto de desalojarle del Gobierno vasco si no lo hace, ¿es sin embargo realista pensar que va a renunciar precisamente ahora a su constitutiva ambigüedad ideológica, que va a renunciar definitivamente al independentismo y a convertirse en un partido estrictamente autonomista?; y en el escenario político que se dibuja si el PNV pasa a la oposición, tanto si se escinde como si no, si se radicaliza como si se modera, ¿es realista pensar que se darán mejores condiciones para que la eficacia policial se vea complementada por la supresión de las condiciones de reproducción de ETA?

Precisamente porque la respuesta a estas preguntas es bastante obvia, los defensores de esta alternativa (los que esperan la conversión de Mayor Oreja en lehendakari como si de la llegada del Mesías se tratara) tienden a formular su opción política como una cuestión de principios: aunque la defensa insobornable de la Constitución retrase el final de ETA y cueste más muertos que la flexibilidad democrática con el PNV, la sacralizada causa del constitucionalismo justificará el heroico sacrificio de los mártires.

3. Fernández Enguita confunde mi descripción de la actitud de ETA (la violencia -y su opuesto, la convivencia pacífica- como un medio subordinado a fines de mayor valor) con mi propia posición (la valoración incondicional de la vida por encima de cualquier otro posible valor) y presenta como crítica de mi postura unas prolijas consideraciones cuya conclusión comparto: "Antes incluso que los derechos y libertades políticas, y por encima de ellos, está el derecho a la vida".

Lo paradójico es que la fidelidad a "una escala de valores" que sitúa la libertad y la igualdad por debajo de la paz, podría llevarle a Fernández Enguita a justificar lo que, en su opinión, intentó el PNV en Lizarra: sacrificar la democracia al final del terrorismo. Yo no creo, en modo alguno, que haya que llegar tan lejos.

Tampoco puedo aceptar la lógica perversa según la cual logra Fernández Enguita deducir de "la defensa incondicional de la vida" la defensa de la pena de muerte e incluso del "terrorismo de Estado": es falaz deslizarse desde la "legítima defensa" del individuo hasta la "autodefensa" de la sociedad, identificada con la imposición de la "pena de muerte" por el Estado.

Fernández Enguita cree descubrir en mi artículo lo que llama "la edad de la inocencia" o el "papanatismo de la izquierda frente a ETA", que me impedirían entender que "no sólo el Estado que ha abolido la pena capital, sino también el que la mantiene frente al asesinato por cualesquiera motivos, y hasta el terrorismo de Estado, son moralmente superiores al terrorismo actual de ETA".

Si mi inocencia consiste en pensar que, desde la perspectiva de la ideología democrática, el terrorismo de Estado es, moralmente, mucho más envilecedor y corruptor para los ciudadanos que el terrorismo actual o pasado de ETA, soy sin duda un papanatas. Mientras que ningún ciudadano honrado y pacífico es responsable del terrorismo de los etarras (de su criminalidad privada), el terrorismo ejercido por un Estado que se presume representante de los ciudadanos, que se ejercita por tanto en su nombre, convierte a éstos en responsables del mismo.

Por eso disiento radicalmente de la doble equiparación final que hace Fernández Enguita entre "la actual ETA" y el franquismo, por una parte, y entre, por otra parte, los GAL y "la tan celebrada ETA de antaño" (que, en su opinión, "tenía sentido frente a aquel Estado unilateralmente terrorista").

Más allá del embellecimiento de aquella ETA en que incurre Fernández Enguita, el problema es de principio: en tanto que terrorismo de Estado, los GAL no son equiparables moralmente al terrorismo "privado" de ninguna ETA, y no hay, entre la ETA actual y la de antaño, ninguna diferencia ética sustancial.

Si la hubiera, ¿en qué momento se convirtió "la ETA de antaño" en "la ETA actual"?, ¿cuál fue la última víctima mortal de ETA que "tuvo sentido"?.

Juan Aranzadi es escritor y profesor de Antropología de la UNED

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