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Víctimas y verdugos

Josep Ramoneda

Por los días de las ejecuciones de septiembre, murió mi abuela. Toda muerte es terriblemente injusta. Pero al enterrarla a ella, casualmente horas después de que hubiesen actuado los pelotones de fusilamiento, sentí un insultante contraste entre la serena naturalidad de la muerte de una persona mayor, que de algún modo se iba con su tiempo, y la tremenda brutalidad de las ejecuciones sumarísimas. Una sensación que tengo asociada a un lugar y a un paisaje y que me retorna con coloreada intensidad cada vez que suenan las nueve milímetros parabellum.A una gran mayoría de ciudadanos los nombres de José Humberto Baena, Ramón García Sanz, José Luis Sánchez Bravo, Ángel Otaegui y Juan Paredes, Txiqui, probablemente no les digan nada. Fueron los cinco ciudadanos que Franco escogió para cerrar su ciclo dictatorial con sangre, los cinco activistas fusilados el 27 de septiembre de 1975, en un gesto de innegable autenticidad por parte del dictador: Franco fue fiel a su idea del poder hasta el último momento. No quiso irse sin renovar la promesa fundacional del régimen. Con lo que puso difícil el trabajo de aquellos sus fieles servidores que sólo esperaban su desaparición para poner en marcha los mecanismos del olvido de las atrocidades. A los que pasan ya de largo los cuarenta puede que les suene todavía el nombre de Txiqui, los demás se olvidaron pronto. Los hombres no somos iguales ni siquiera ante el paredón. Y la imagen de Txiqui fue la que más caló en los jóvenes de la época. Por aquel entonces, ETA tenía cierto reconocimiento en la resistencia antifranquista y el FRAP, no. Algún día habrá que reconstruir la pequeña historia sentimental de la resistencia. La espectacularidad de algunas de sus acciones -especialmente, el atentado contra Carrero Blanco-, la propia política comunicativa del régimen que no hizo sino magnificar lo que en un inicio, como decía Teo Uriarte, no eran mucho más "que cuatro locos y cuatro curas", la sensación de arraigo en la sociedad vasca, entre otros factores, hicieron que ETA creciera con aureola de mito. Mientras que en una resistencia hegemonizada por los comunistas, el FRAP, una escisión de tercera o cuarta derivada del PC, era la viva muestra del "aventurerismo irresponsable" y del "infantilismo izquierdista". Txiqui además encontró en Cataluña las resonancias necesarias para socializar su trágico destino, mientras su compañero Otaegi moría en abrasadora soledad en Burgos.

Franco no escuchó ninguna voz, ni siquiera la del papa Pablo VI. Montini no fue un papa cualquiera. Siempre recordaré que en el entierro de Aldo Moro lanzó una durísima -blasfema- imprecación a Dios por haber consentido aquel asesinato. Un papa sólo puede dudar de la fe si la tiene. Y éste, según parece, la tenía. Franco había otorgado innumerables privilegios a la Iglesia católica, a la que había confiado el control moral de la ciudadanía, a cambio de legitimación ideológica. No podía caber en su cabeza que un papa le desaprobara.

Veinticinco años después de las ejecuciones de septiembre, el deber de memoria se bifurca dramáticamente. Por el camino de los verdugos, nos encontramos con la brutalidad estructural del régimen franquista, algo que es indispensable recordar a las nuevas generaciones en tiempos muy dados a la banalización del mal, en que la derecha hegemónica, pero también cierta cultura de la indiferencia, trata de minimizar el antifranquismo y desdibujar la historia reciente como si entre el franquismo y la democracia sólo hubiesen cambiado algunos acentos, algunos matices. Es verdad, que toda nación -toda entidad política, podríamos decir- se construye sobre el olvido y la mentira. Pero también es verdad que la mala elaboración de la memoria acostumbra a acarrear complicadas patologías sociales. Y que lo peor que puede pasar entre generaciones es que el relato se interrumpa, porque entonces se construyen las más extravagantes fantasías y los más absurdos ajustes de cuentas.

Pero por el camino de las víctimas de entonces se llega directamente a los nuevos verdugos. Porque si el FRAP se ahogó en el propio sin sentido que fue toda su existencia, los continuadores de la ETA de Txiqui y Otaegi están negando ahora aquello por lo que decían luchar entonces. Y si hace veinticinco años una gran movilización nacional e internacional trató infructuosamente de salvar aquellas vidas, ahora la movilización es precisamente contra las atrocidades de los herederos de aquellos que murieron diciendo "ser viento de libertad". Me gustaría saber si había alguien que entonces pensará de verdad (y no por puro prejuicio) que veinticinco años después ETA podía ser lo que es ahora. Éramos muchos los que pensábamos que al acabar la dictadura se incorporaría a la vía democrática. Y, de hecho, muchos de los militantes de entonces lo hicieron. Sin embargo, ETA ha llegado hasta aquí. Hundida en la espiral de la violencia que en aquel momento llevó a dos de los suyos al paredón.

Desde entonces, la pena de muerte ha desaparecido de Europa. Y en España sólo la aplica ETA, sin procedimiento sumarísimo siquiera. Yo también pienso -como Carod Rovira- que ni la independencia de Euzkadi ni la unidad de España merecen un solo muerto. Lo pensaba entonces y lo pienso ahora. Finalmente, sólo la libertad es un bien superior a la vida. Y de ahí que entonces sintiéramos deber de solidaridad con quienes arriesgaban su vida contra el régimen que la prohibía.

Después vino la democracia. ETA siguió. La lógica de la violencia en las organizaciones terroristas se reproduce expulsando cualquier tentativa de cambiarla por la política y, al mismo tiempo, la incapacidad de romper el ciclo violento hace que la violencia se convierta en su única ideología y su única forma de presencia. ETA no quiso seguir el rumbo de la sociedad y ésta, una vez normalizada la democracia, recuperó rápidamente una de las enfermedades que le incubó la dictadura: la indiferencia política. Por un lado el ruido: la política para los políticos. Por otro lado, los prejuicios del pasado, que hicieron que la imagen de ETA haya sido más resistente a la degradación de lo que parecería razonable. ETA ha crecido entre demasiados silencios y contemplaciones: siempre hay miedo a molestar a los verdugos.

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La forma suprema de la libertad es la libertad de expresión, que es la que simboliza la dignidad de un ser que tiene la doble rareza -respecto al orden natural- de disponer de la razón como instrumento y de osar ser libre. Pero incluso la libertad de expresión tiene un límite -como dice Virilio- "el de la apelación al asesinato y a la tortura". Este límite acerca a los que jaleaban a los verdugos de ayer y a los que jalean a los verdugos de hoy. Y obliga a los resistentes de ayer a resistir hoy. Las justas proporciones entre un régimen -el franquista- estructuralmente violento y una organización terrorista marcan diferencias cuantitativas innegables (y sabido es que la cantidad acaba siendo también cualidad). Pero la exaltación del asesinato y la tortura como instrumentos políticos les hermana. Ahora como entonces la mayor irresponsabilidad es el silencio. Recordemos la confidencia del pastor Niemoller: "Cuando encerraron a los gitanos, no dije nada. Cuando encerraron a los homosexuales, no dije nada. Cuando deportaron a los judíos, no dije nada. Cuando me detuvieron a mí, nadie dijo nada". Y, sin embargo, sigue viva la tentación de esconderse en la equidistancia, de columpiarse en el silencio o de acogerse a la indiferencia.

Josep Ramoneda es periodista y filósofo.

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