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Por Irlanda

En Las cenizas de Ángela, el primer best seller del autor norteamericano de origen irlandés Frank McCourt, el escritor relata cómo siendo un niño su padre les hacía levantar a sus cuatro hermanitos y a él de la cama, les hacía desfilar y prometer que morirían por Irlanda en cuanto fuera necesario. Era un ritual reservado a las noches de borrachera monumental, cuando regresaba tambaleándose y cantando Kevin Barry, uno de los himnos de la resistencia irlandesa a la dominación inglesa.El padre de McCourt, alcohólico y obsesionado por mantener una dignidad anticuada en mitad de una pobreza desoladora, en que los niños se le morían y la mujer, enferma, salía a los caminos para encontrar carbón y hacía cola frente a las instituciones de caridad para conseguir alimentos, se aferra como puede a las injusticias cometidas por la vida y la miseria, y a su breve pasado como miembro del IRA. Él hizo su parte, tal y como se enorgullece en decir, y aunque no le ha servido de nada, ni siquiera le han ayudado en los peores momentos, espera que sus hijos hagan su parte también.

Más adelante, en el colegio, cuando preparan al niño para la primera comunión, le hacen prometer que morirá por su fe católica, y el pequeño, de unos ocho años, se pregunta un tanto mosqueado si no hay nadie que desea que vivan. Y por qué todas esas personas mayores que tanto le inculcan lo glorioso que es morir por Irlanda o por la fe continúan vivas y son, para colmo, las encargadas de castigarle, bastante arbitrariamente, por cierto.

Cuando sus padres deciden que además, ha de aprender las danzas y cánticos populares, esgrimen también la excusa de que ha de hacerlo por Irlanda, y él, ya harto, se pregunta por qué nadie le dice que puede faltar a la escuela por Irlanda, o atracarse de dulces por Irlanda. Por supuesto, lo que se esconde ahí es el deseo oculto de la madre de que su niño sea como otro bailarín del barrio que lleva sus buenos peniques a casa, enmascarado bajo la excusa de un deber patriótico.

Su padre desaparecerá, dejándoles en la calle, sus profesores no le enseñarán nada que no sepa, y la religión nunca parecerá pintar mucho en su vida. Ni siquiera Irlanda aportará gran cosa: en cuanto pueda valerse por sí mismo marchará a Estados Unidos, y el niño del arroyo llegará a profesor universitario y a famoso escritor. Jurará que nunca dejó, ni dejará, de amar su país.

Existen tantos modos de amar una tierra y de añorar la casa materna; tantos que unos deslegitiman a los otros, y que pueden transformarse en muchas otras cosas, que pueden enmascarar otras cosas. Los sentimientos nunca son literales, explícitos o evidentes: las supersticiones se fundan porque alguien se cruzó con un gato negro y a continuación perdió su fortuna, o su mujer murió, o tal vez se casaron un martes y el matrimonio fue a pique. Los miedos se originan de un modo similar, y a veces el amor surge a partir de instintos y de miedos, y de supersticiones. La tierra ata con lazos de sangre y con historias tejidas entre padres, abuelos, hijos y tías cariñosas: el tipo de gente a quien jamás puede decirse que están equivocadas. La familia, los seres a los que hay que derrotar para lograr una vida propia y unos pensamientos nuevos.

Cuando no se cree en nada creer en una patria puede resultar tremendamente peligroso: la tierra sustituye miedos y sueños, amores frustrados, estudios no superados, violencia soterrada y aspiraciones nunca alcanzadas. Quién sabe qué pulsiones secretas llevaron a los asesinos de ETA a asesinar a pobre muchacho en una tienda de golosinas. Tal vez disparaban contra sus llantos de niño, o contra las quejas de su madre, que odiaba a los de Madrid. Tal vez le alentaban las voces de quienes le enseñaron a conseguir sus objetivos por todos los medios. El amor, ese tipo de amor, justifica todo para determinada gente.

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