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El palco de la agonía

La pareja a la que me refiero vive en Barcelona. Por cuestiones de dinero permanecieron en la ciudad durante el mes de agosto, y allí, en su pisito urbano, vivieron su particular epopeya veraniega. Una mañana de muchísimo calor, él, recién levantado de la cama, se asomó al patio interior de su casa y descubrió que había una paloma posada tres pisos más abajo. Al principio pensó que se trataba de una paloma absolutamente normal, y apartó los ojos de ella para escudriñar el despiadado cielo azul que se cernía como un plástico sofocante sobre la ciudad. No obstante, minutos más tarde volvió a fijarse en ella y comprendió que algo raro le pasaba a la plumífera. Cuando intentaba volar, la paloma no conseguía otra cosa que girar sobre sí misma como una peonza. Un examen más detenido por su parte le hizo constatar que el cuello del animal estaba anormalmente torcido, a consecuencia de lo cual la paloma parecía mirar constantemente al cielo, o acaso mirarle a él, implorando ayuda. Sin duda el ave tenía el cuello roto.Apartó los ojos de aquella visión, se metió en la casa, pero no cerró la ventana. Hacía demasiado calor. No quiso decirle nada a su compañera, mas cuando ésta se levantó de la cama repitió los mismos pasos que él. Se asomó a la ventana del patio interior, miró hacia abajo, examinó el cielo en busca de alguna nube sin hallarla, y retornó a observar a la paloma. Ambos se sentaron en el pequeño mirador que habían habilitado como invernadero, cuyas ventanas daban al patio interior donde se estaba desarrollando el drama. Frente al ventilador zumbón, que parecía negar hipócritamente el calor moviendo la cabeza de izquierda a derecha, ambos mantuvieron una charla. Bien. La paloma estaba ahí abajo, con el cuello roto. Bien. No había forma de llegar hasta ella, puesto que el restaurante chino por el cual se accedía al patio interior estaba cerrado en agosto. Bien. No era factible alzarla con una cuerda provista de un gancho o lazo: probabilidad de éxito cero. En conclusión, imposible socorrer a la paloma.

La pareja tenía una posición privilegiada de palco para contemplar la agonía de la paloma desde su ventana, la única ventana que parecía albergar algún tipo de vida en la colmena vacía de agosto. Pero trataron de mirar lo menos posible hacía abajo, donde la paloma seguía girando sobre sí misma, para detenerse después y mirar en dirección a Dios. Sin embargo, la usual costumbre de asomarse por las mañanas para comprobar el azul del cielo volvió a desencadenar la catástrofe al día siguiente. La paloma seguía allí, aunque ya no giraba, tan sólo se limitaba a tropezar. Se mantenía de pie mirando al Creador con la cabeza torcida, mientras otras palomas sanas la observaban entre la indiferencia y la curiosidad. Él pensó en la remota posibilidad de pedirle a alguien un arma de aire comprimido para matarla de un perdigonazo y liberarla de su agonía. Ella, más cívica, propuso la alternativa de llamar a la guardia urbana, o a la Sociedad Protectora. Pero quién les iba a ayudar por una simple paloma un fin de semana en agosto, en ese agosto asesino, que era malo hasta para morirse. Durante las horas que transcurrieron tras su segundo avistamiento, la agonía de la paloma se prolongó, ignorada en la medida de lo posible por ambos, que se prometieron no hablar de ello.

Al día siguiente la paloma perdió movilidad, quedó quieta con todo su peso apoyado en su cuello torcido, aunque todavía se desplazaba. Seguía luchando por su vida. Un día más tarde pareció escoger un lugar donde morir. Por la mañana estaba inmóvil. Él no tuvo la seguridad de su defunción hasta que su forma comenzó a cambiar. Ella no quiso mirar. Según el testimonio de su compañero, demasiado exhaustivo para almas sensibles pero al fin y al cabo no carente de un interés científico, el cadáver de la paloma fue adoptando un aire heráldico. Extendió las alas y también la cola, aplanándose y oscureciéndose. Un sello negro de putrefacción. "Descanse en paz", dijeron ambos, zanjando el asunto. Pero a la mañana siguiente, ella se asomó de nuevo para mirar a la paloma. Se inclinó en la ventana y se quedó quieta unos minutos, examinando el patio. Y él no pudo menos que preguntarle: "¿Se mueve?".

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