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Tribuna:
Tribuna
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¡Todavía somos un país de emigrantes!

La inmigración es una necesidad económica y demográfica para España y, a la vez, se está convirtiendo en un grave problema, tanto en la percepción de la opinión pública como en el disparatado debate político que la alimenta.No conozco a ningún inmigrante: magrebí, subsahariano, dominicano, ecuatoriano, colombiano, argentino, polaco, o de cualquier otro origen, que haya venido a nuestro país después de haberse leído la legislación sobre inmigración, vieja o nueva, a pesar de las diatribas de los responsables gubernamentales sobre los efectos perversos de la inaplicada nueva Ley de Extranjería.

¡Perdón! Hay que hacer una salvedad. Los mafiosos italianos que huyen de la justicia de su país, sí conocen nuestras leyes, incluidas las migratorias.

También los residentes europeos procedentes de la Unión, que ejercen sus derechos de voto en las municipales, y algunos grandes empresarios o ejecutivos del mundo globalizado, conocen las ventajas que su residencia en España puede reportarles, sean cuales sean las que tomen en consideración.

Los primeros son necesarios para nuestra economía y demografía, pero no parecen ser deseables y están generando un rechazo creciente y peligroso, alimentado por discursos demagógicos.

Los segundos son innecesarios e indeseables, pero no se les aplica la legislación sobre inmigración, que debería, en este caso sí, permitir expulsarlos de nuestro territorio, aun cuando haya problemas para entregarlos a la justicia de su país.

Los terceros son bienvenidos, por sus divisas, por sus inversiones o por su color, sabor y olor.

¿Qué nos pasa con la memoria?

¿Por qué estamos ciegos en la observación de la realidad?

Todavía hoy, que "España va bien", incluso lleva más de dos décadas yendo bien (al decir de Aznar en su discurso de investidura), somos un país de emigrantes, mucho más que de inmigrantes. Pocas familias españolas desconocen la emigración más allá del Atlántico o allende los Pirineos.

Por razones económicas, políticas u otras, basadas siempre en la imposibilidad de mantener a todos los españoles en su propio suelo, nuestro país ha sido, durante siglos, un río permanente de emigración. Hasta tiempos muy cercanos, que coinciden con la recuperación de la democracia y las transformaciones de los últimos veinte años, generación tras generación, nuestro país ha cubierto el mundo de trasterrados.

Llenos de dificultades para crear riqueza y que ésta llegara a todos; incapaces de aceptarnos a nosotros mismos por "motivos" religiosos, ideológicos o de cualquier signo, nuestra especialidad en la España contemporánea, ha sido la exportación de capital humano. Y... ¡casi siempre! se han ido los mejores. Los que sentían que sus iniciativas no tenían sitio, los que eran inaceptables para la mediocridad reinante, los expulsados por el delito de pensar con libertad, los excluidos de la riqueza.

Ésta debería ser nuestra memoria. De las migraciones externas y de las internas.

Yo la mantengo viva por mis raíces familiares, por mis convicciones y como consecuencia de mis viajes por el mundo conversando con los trasterrados económicos, políticos, científicos, culturales. Conversaciones sobre sus raíces rotas, sobre sus identidades divididas, sobre sus patrias y sus hijos, en cualquier rincón de América.

Memoria viva de los años sesenta y primeros setenta, en Francia, en Alemania, en Bélgica u Holanda, que mantiene grabada las imágenes de miles de jóvenes con sus maletas atadas con cuerdas por las estaciones de ferrocarril, o los avisos en bares y locales públicos prohibiendo la entrada a turcos, españoles y magrebíes, o las mujeres gritando en los mercados creyendo hacerse entender en lenguas extrañas.

Viva por mis negociaciones, en los primeros ochenta, con los dirigentes de la Europa en la que queríamos integrarnos, porque los veía asustados ante la "amenaza" de nuevos flujos de emigrantes españoles hacia sus países.

Viva, en fin, por las visitas a Cataluña o el País Vasco y la lectura de libros como Los otros catalanes.

Y quiero que mis compatriotas no olviden.

No es un problema específico de España, sino de la Unión Europea o de Estados Unidos como receptores, y, desde la óptica inversa, de los países emergentes o pobres, o de las dictaduras de cualquier naturaleza. Para nosotros lo importante es la novedad. El hecho histórico de haber pasado a ser un país de inmigración, cuando hasta ayer lo éramos siempre de emigración. Pero, ¡todavía!, hay dos veces más españoles fuera de nuestras fronteras que extranjeros dentro de ellas.

En la globalización, en el modelo de lo que se llama "nueva economía", todos los factores tienden a moverse con mayor libertad cada día: los capitales, las mercancías, los servicios. Pero los trabajadores, los seres humanos que buscan la oportunidad de sobrevivir en tierras ajenas, extrañas, y no tienen por equipaje más que su propia ansiedad, no tienen libertad para circular. Ven el "Primer Mundo", perciben, a través de la información -globalizada como lo demás-, una realidad mejor que les permitirá escapar de la miseria. A ellos y a los suyos. No les importa el riesgo, incluso de su vida, para alcanzar el objetivo. Pero... su color, su sabor amargo, su identidad extraña, provoca rechazo.

Como nuestros emigrantes, nuestros padres y abuelos pudieron comprobar en sus destierros, incluidos los interiores que eran gachupines o gallegos, maquetos o charnegos.

Pero en este modelo de economía que llamamos "nueva", de ahorros virtuales y deudas reales, de trabajos menospreciados conviviendo con porcentajes insoportables de paro, el fenómeno de una inmigración necesaria y a la vez maldita, se agrava hasta límites que nos tocará sufrir pronto.

No es rentable electoralmente decir estas cosas, sino las contrarias, como hemos podido comprobar con los sucesos de El Ejido porque son verdades que duelen, que nos ponen ante el espejo de nuestra identidad como país, de nuestro ser histórico, con más de los suyos fuera que extranjeros dentro, aunque esta generación esté viviendo el cambio de tendencia. Pero si no se dicen, el quiste se hará mayor y devendrá maligno, porque los flujos continuarán llegando a nuestras costas -necesidad y problema-, por mucha policía, discurso hipócrita o debate demagógico que soportemos.

Y más allá de las consideraciones internas, los flujos migratorios, cambiando su naturaleza de migraciones masculinas a femeninas, de adultos adolescentes, con

efectos sociales en los países de origen incalculables, se están convirtiendo en uno de los desafíos más importantes de la globalización. De los menos atendidos o estudiados, en comparación con los problemas medioambientales u otros, pero explosivo si no se acierta a comprender su necesidad e inevitabilidad. Y si, desde esa comprensión, no se empieza a educar a la población para facilitar la integración, la inserción social de nuevas corrientes de "extraños", no se practican políticas activas incluyentes, que eviten guetos permanentes de marginalidad que aumentarán la espiral del rechazo.

En la Unión Europea, un buen número de países conoce el problema desde hace décadas. Otros, como el nuestro, empiezan a confrontarse con él. Los resultados no son esperanzadores para nosotros, los novatos, como una dramática paradoja a contracorriente de nuestra historia.

En Estados Unidos, a pesar de su identidad de país de frontera, mezcla de flujos migratorios constitutivos de su ser histórico, la crisis del capitalismo tardío puso de manifiesto que un país de inmigrantes puede conocer reacciones de rechazo a los "nuevos", tanto o más virulentas que los países con poca experiencia histórica de inmigraciones.

Y, lo más sorprendente, salvo que se mire con la intención de ver, es mayor el rechazo del otro, del extranjero, en los países ricos o centrales que en los países emergentes o en los pobres. La capacidad económica para integrarlos, incluso la necesidad de esa mano de obra ocupada en sectores desechados por los nacionales, no opera como factor de aceptación. Si no como espoleta de rechazo o marginación.

Cuando los primeros síntomas de este fenómeno aparecían en la escena española, me cansé de repetir algo que hoy es más necesario que ayer: ¡Tratemos a los inmigrantes como queríamos que trataran a nuestros emigrantes!

Por eso resultan inconcebibles las palabras del ministro del Interior a Le Monde: "Basta de buenos sentimientos, no siempre seguidos de hechos, y más realismo". Parece pronunciada por el mismo Le Pen, al que el ministro dice querer exorcizar, pero ocupando su espacio.

Aunque no me produce extrañeza, sí recuerdo que hace cuatro años, con motivo de la expulsión de 103 subsaharianos, drogados y atados, oímos al presidente del Gobierno despachar el asunto con una frase que se hizo famosa: "Había un problema y se resolvió".

Pero, sea cual sea la mayoría de que disponga el PP, es un disparate que el Gobierno modifique la Ley de Extranjería sin atender la oferta, responsable y generosa, de José Luis Rodríguez Zapatero, para abordar este tema como un problema de Estado, buscando el consenso necesario.

Felipe González es ex presidente del Gobierno.

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