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La huida

Manuel Vicent

La potestad de detener el curso del sol en mitad del cielo como hizo el caudillo Josué ante las murallas de Gabaón ha sido uno de los designios más profundos de la humanidad. Ignoro si este deseo del inconsciente está codificado en psicoanálisis. Josué necesitaba sólo algunas horas más de luz para tomar la fortaleza al enemigo, pero tal vez este sueño de que nunca llegue la noche es una oscura táctica del espíritu para obtener otra clase de conquistas. Después de poner a salvo el cerebro bajo un sombrero de paja y con los pies a remojo en un librillo de agua con espliego uno trata de que pase el verano por encima sin preocuparse de nada y que suenen las chicharras marcando la vertical del día con el tiempo extasiado. Nada envejece tanto como huir. Ser un fugitivo de la justicia, esquivar por la esquina a un acreedor desalmado, esconderse de quien te busca para arreglarte las cuentas con una navaja deja en el rostro unas huellas muy marcadas de las que uno difícilmente se recupera si no es en la cárcel cuyas horas largas, muertas devuelven el esplendor a la piel, pero uno también sigue siendo un prófugo cuando corre en busca de la gloria o persigue un sueño más allá del alcance de la mano o los celos por el éxito de algún amigo o enemigo te rompen el diafragma. Podrías pensar que si lograras la inmutabilidad de ánimo que aconsejaron los clásicos y permanecieras sentado con los pies a remojo bajo el sombrero de paja sin ningún afán tal vez de pronto se detendría el sol en el firmamento, aunque no fueras Josué sino sólo un huertano. ¿Hay alguna fortaleza que conquistar? Bastaría entonces con aspirar el perfume de una hierbaluísa para que todas las sensaciones que hayas ha tenido desde la niñez construyeran un instante perenne con el tiempo detenido. Pero pronto te darías cuenta de que ese éxtasis es la huida más cobarde. En medio de la gloria del mediodía inmóvil te despertará el estruendo de un coche bomba o la percusión de un tiro en la nuca o te asaltará la visión de miles de agonizantes en la orilla del mar y aunque la luz del sol sea deslumbrante y te creas a salvo con el pensamiento metido en un sombrero de paja te verás a ti mismo huyendo hacia el fondo de ese paisaje de muertos en cuyo horizonte se extiende una muralla imposible de saltar por muy larga que sea la tarde. Ya no existe el don de Josué. La miseria de cada día hace que el sol nunca pueda ya detenerse para hacernos inmortales.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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