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EUROCOPA 2000La eliminación de España

Noche de velatorio en Barajas

Sólo cinco aficionados se acercaron de madrugada a recibir a la selección, que llegó en silencio y con gesto crispado

Madrugada de silencio en Barajas. De susurros, como mucho. Ni una frase más alta que otra, ni un reproche, sólo algunos tímidos gestos de ánimo. Tres o cuatro, aproximadamente. Apenas cinco aficionados, y una veintena de periodistas, esperaron en el aeropuerto madrileño el regreso de la selección española."Lo siento", le decía un conocido a Camacho, como si aquello fuera un velatorio y el seleccionador un familiar del finado. A las cuatro y cuarto de la mañana se abrió la puerta del vestíbulo y el silencio se hizo aún más sonoro. Sólo faltaban los redobles de tambor que anuncian algo grande. "¿Quién saldrá el primero?", preguntó uno de los cinco jóvenes que hasta allí se habían acercado desde la cercana localidad de San Fernando de Henares. "Mamen Sanz", le respondió uno de sus colegas entre risas, antes de que una voz pusiera orden: "Callad, que lo mismo se enfadan".Nadie se enfadó. Se abrió la puerta, un guardia civil se echó a un lado y empezaron a aparecer viajeros: Miera, Ortuondo, Felines, funcionarios de la Federación, rostros anónimos, o casi, personajes que en aquella noche no llamaban la atención de las cámaras, de los flashes. Hasta que Camacho se hizo presente. Salió el primero, junto a su esposa, abriendo aquel desfile de rostros crispados y ojos enrojecidos. "Lo siento", le dijeron. "Gracias", contestó el seleccionador antes de dejar claro a los periodistas allí presentes, con una simple mueca, que declaraciones, lo que se dice declaraciones, ninguna.

Salió luego Abelardo, el capitán que fue ante Francia. Por lo visto, se respetaban las jerarquías. El tercero en tan lúgubre procesión resultó ser Molina. De repente, su rostro dejó escapar una amplia sonrisa cuando uno de los chavales de San Fernando le espetó: "¡Eres el mejor!", una voz de ánimo aislada que le salió al joven del corazón y, a qué negarlo, de la camiseta del Atlético de Madrid que con tanto orgullo lucía.

Cámaras y periodistas comenzaron a perseguir sombras, que difícilmente se detenían, mientras la puerta de salida se abría y se cerraba al ritmo del goteo de personajes que por allí asomaban. De ella salió Hierro, acompañado de su padre. Y Guardiola, que dribló al periodista que le solicitó unas declaraciones con un sorprendente "tal vez dentro de un año". Poco después, a un aficionado que por allí pasaba le dio el arrebato: "¡Eh!, vosotros, los periodistas" gritó. "A ver si contáis la verdad. Tan bueno que decís que es, tan balón de oro que va a ser, y vaya mierda de penalti que ha tirado". La diatriba voló con fuerza por el vestíbulo, pero se esfumó en el mismo instante en que aquella especie de puerta de los penitentes volvió a abrirse. Y ahí estaba el personaje no citado por el iracundo aficionado. Allí estaba el bueno, el balón de oro, el del penalti escatológico que decía aquel señor. Allí estaba Raúl.

A su derecha caminaba Helguera, que se echó a un lado, en parte para evitar los focos y en parte porque su mirada vagaba de acá para allá en busca de aquella chica que aguardaba lejos del ruido, sentada en un rincón del vestíbulo. Su novia.

Ya no hubo cámaras ni focos para nadie. Sólo para Raúl. Que echó a andar despacio, rodeado de periodistas que no encontraban el momento de preguntarle nada. Alguno lo intentó con timidez y Raúl ni siquiera abrió la boca. Se limitó a mover despacio la cabeza de lado a lado, antes de detenerse a firmar un autógrafo.

Salió Raúl al exterior y, con él, el enjambre de cámaras que le acompañaron hasta que su mujer, Mamen, le recogió. Habló un momento desde el móvil, cargó el equipaje en el coche y se largó. Lo intentaron los periodistas con Cañizares, que esperaba un taxi. "No tengo nada que contaros", respondió el portero. Probaron después con Mendieta. Nada. Se aproximaron entonces, a la desesperada, a Míchel Salgado y... sorpresa. Míchel que se detiene, que se atusa el pelo, que se coloca delante de cámaras, focos, magnetófonos y libretas y que declara, ante la escrutadora vigilancia de Guardiola y Hierro, que le miraron como si de un elemento extraño se tratara, que Raúl tuvo "muchos huevos para tirar aquel penalti"; que no hay nada que reprocharle "porque es uno de los mejores y merece un chapeau por atreverse a lanzarlo. En fin, que siempre pasa lo mismo y que dentro de dos años habrá que pelear por el Mundial", un Mundial que a los allí presentes les sonó tan lejano como de aquel velatorio, sin cadáver y sin invitados, estaba a esas horas el coche de Raúl, rumbo a casa, a las vacaciones, a la playa. Al olvido.

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