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¿Poder, qué poder?

Atrapados en su propia dialéctica, al Consell y al Partido Popular de la Comunidad Valenciana se le han caído los palos del sombrajo. Acostumbrados como estaban a disparar una mascletà cada vez que un paisano ocupaba una plaza de bedel en un ministerio y una Nit del foc si el agraciado era nombrado secretario de Estado o vicepresidente primero del Congreso, la ausencia de ministros de la terreta en esta segunda legislatura de la era Aznar les ha dejado con las vergüenzas al aire y sin un triste tro de bac que estampar sobre el empedrado. El guión que ellos mismos han venido escribiendo desde hace años -con Eduardo Zaplana de amanuense mayor del Reino- les ha abocado a un callejón sin salida. Su propia lógica, aquella que construyeron desde el alicantonalismo, con feroces críticas a Joan Lerma porque no incluía suficientes consellers de Alicante en sus gobiernos, se les ha vuelto en contra como un bumerán. Con aquellos razonamientos, hoy no les quedaría más remedio que reconocer y asumir la marginación de la Comunidad Valenciana por parte de Aznar. No lo harán, y harán bien. La demagogia alicantonalista de antaño y la pirotecnia de hogaño nunca fueron otra cosa que politiquería populista de campanario. Pero fueron ellos quienes convirtieron esa calderilla política en especulativos bonos basura revestidos del pomposo poder valenciano. Un lema tan eficaz como vacío de contenido. Si la temperatura del poder viniera definida por el número de cargos en el Gobierno central, Lerma aún sigue unos grados por encima de Zaplana. Pero el ex presidente de la Generalitat nunca tuvo en cuenta la mercadotecnia. Y así le fue.Si algo define el poder no es, como se nos ha querido hacer ver, el número de ministros, secretarios de Estado, portavocías varias, vicepresidentes del Congreso o asesores múltiples; sino la autonomía respecto de otros poderes. Y ahí es donde el pregonado poder valenciano ha naufragado estrepitosamente. Ya hizo agua en 1995, cuando Eduardo Zaplana logró la presidencia de la Generalitat para el PP. Por aquél entonces, de una manera comprensible, sometió el gobierno de todos los valencianos a una estrategia que sólo tenía como objetivo llevar a José María Aznar a la Moncloa. Pero la dejación explícita a gobernar, a tomar decisiones, durante el periodo que va de las elecciones autonómicas de junio de 1999 (que ganó por mayoría absoluta) a las generales de marzo de 2000, evidencian el grado de sometimiento, la renuncia a ejercer su autonomía, respecto de Madrid. Ayer mismo, incluso, pudo constatarse cuán escaso resulta el margen de maniobra del presidente de la Generalitat. Ha estado meses amenazando con abandonar Vía Digital si los partidos del Valencia en la Copa de Europa no se retransmitían en directo. El poder valenciano se evapora incluso en estos mínimos detalles.

¿Todo cuanto antecede significa que Eduardo Zaplana no tiene influencia dentro de su partido o que sus propuestas son poco menos que ninguneadas por el Gobierno de José María Aznar? En absoluto. El presidente de la Generalitat tiene una notable presencia en el Partido Popular, el proyecto del AVE Madrid-Comunidad Valenciana sería una entelequia si no fuera por su empeño y el plan Zaplana de financiación autonómico no lleva su nombre porque le haya tocado en una tómbola. Las obviedades no se pueden negar porque sería de ciegos o de estúpidos el no reconocerlas.

La cuestión de fondo radica en el contenido, pero se materializa en el continente. El poder de Eduardo Zaplana, aún siendo notable, no se corresponde con la imagen que machaconamente emite todo el aparato de propaganda de Presidencia. El PP transmitió la imagen del llamado poder valenciano a base de convertir unos anecdóticos nombramientos en categoría política. Ahora que las prioridades gubernamentales son otras (Andalucía, País Vasco, Cataluña), esas mismas trivialidades se han convertido en armas arrojadizas contra los populares de la Comunidad Valenciana y su máximo representante. Ellos sembraron los vientos y ahora recogen las tempestades. El sombrajo ha sido arrasado.

El presidente de la Generalitat ha sido víctima de la imagen que él mismo y sus colaboradores han venido creando a lo largo de estos últimos años. Nunca fue el deus ex machina de antes, ni el supuesto pobre diablo marginado de ahora porque no hay ministros valencianos. Convengamos en que es un presidente autonómico que sabe muy bien lo que se trae entre manos, pero con un poder limitado a las normas no escritas del poder de Aznar.

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