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Tribuna
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Augurios

La respuesta de la izquierda de aquí al contenido de la libreta azul de Aznar ha sido tan torpe como reveladora de la falta de alimento político que le aqueja. Puesto que en el nuevo Gobierno no hay ningún valenciano dicen a coro que el poder valenciano del que presume Zaplana brilla por su ausencia. En vez de alegrarse porque viejos colegas ideológicos suyos (hasta seis) han llegado al Gobierno y son, en cierta manera, un poco la fracción más osada o descarada de todos los que se sacudieron el izquierdismo infantil para correr desmelenados hacia el poder, va y se despeñan por la pendiente facilona de hincarle la puñalada a Zaplana para erosionar su poder aquí, recordándole que allá, en España, para el César de ahora, está fuera de la foto de las breves escalinatas de Moncloa. Y, como es lógico y ya habitual, se equivocan a sabiendas.Porque saben que el reparto es muy complejo, y que en lo tocante a la territorialidad de los ministros el criterio está más en ganar posiciones donde se espera crecer que en premiar mercados políticos fáciles a los que se puede compensar de otra manera, vía presupuesto; porque tampoco es nuevo que en el sanedrín que rodea a Aznar, en la coalición fundante que le llevó a la cúpula del PP no estaban los de aquí, y que éstos le deben el puesto en el partido, y no al revés; y porque, en definitiva, quizás con la excepción del caso de Fraga -a quien se le otorga cuota por razones atávicas-, en el esquema de guardar los equilibrios de poder que genera la confección del Gobierno quizás no convenga colocar a ningún doméstico de presidente autonómico en un Ministerio para no desmerecer el poder de los barones.

Además, y entrando en un terreno apasionante como es el metafórico, la historia reciente habría puesto de manifiesto, y así lo recordé en el 93 y en el 94, que la irrupción de valencianos en los gobiernos de España siempre fue tardía y anómala, y que a nosotros lo que nos va son las postrimerías. Atard y Abril Martorell, por ejemplo, hicieron la transición y, a casa. Lucia y Samper clausuraron lo poco de República en paz que quedaba. Juli Just pasó raudo por Industria en plena guerra civil; y, después de ellos, ya vino el diluvio. Mortes y Villar Palasí fueron un poco los postres del franquismo. Herrero Tejedor estuvo en el mutis final de la cosa. Y así, hasta las Cortes de Cádiz. Y es que no duramos en Madrid.

En el aluvión final de ministros valencianos en los gobiernos de González, excepto Alborch, que disfrutó un poco más del premio, Albero fue visto y no visto, Asunción se fue sin Roldán, y Lerma echó el telón. Fueron ministros para la despedida, últimas postas, la munición de fogueo previa a la rendición, o el final.

Incluso que Ciscar llegase a número dos del PSOE auguraba maliciosamente que perdido el Gobierno, se perdería también el partido.

Casi lo conseguimos con González. Fue el sueño de una noche de verano. Nunca tuvimos tanto ni perdimos tanto en un Gobierno de España, los valencianos. Estuvimos en la pomada y en la tribulación, y fenecimos. Y a todo esto, ¿será, pues, buen augurio que no haya un solo hombre ni mujer valencianos en la foto de la escalinata de Moncloa, en el entorno inmediato del líder? Porque, en cuanto aparezcan en el organigrama de mando de la cosa conservadora, con una cartera en la mano es que se avecina otra postrimería.

¿Qué desean realmente los sollozantes críticos? ¿Ministros valencianos aunque sean del PP? ¿O augurios fehacientes de que se aproximan cambios?

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