_
_
_
_
_
Reportaje:

Medio siglo en la cocina

El restaurante Casa Salvador de l'Estany de Cullera fue anoche el escenario de un concurrido acto social con el que este establecimiento celebró el cincuenta aniversario de su apertura. Cuatrocientas cincuenta personas, en representación de diversos ámbitos de la vida social, deportiva y cultural, fueron las elegidas por el restaurante para arropar a Salvador Gascón, la cabeza más visible de este complejo ludicogastronómico cuyo origen se remonta a un pescado humilde -la llissa-, en una cena con incontrovertibles dimensiones de acontencimiento.La recepción, como era de esperar, se concretó más en los sabores que en la propia liturgia, ya que de eso se trataba. Había que llegar a las esencias que propiciaron el surgimiento de este santuario con cúpula junto al Mediterráneo, y había que hacerlo a través de la ingestión de los productos auspiciados por el restaurador. Como preámbulo, Salvador dispuso una provisión de jamones en formato de viruta, cuyo sabor se llenaba de matices a medida que se devoraban reflejados en las aguas de l'Estany. Y en seguida, más preámbulo: aperitivos en el interior. Los mariscos, la empanada -que no por gallega resultaba menos reconfortante en el escenario- y el lacón, tambien de importación, mantuvieron la expectativa de la especialidad de la casa sin que el ánimo de los degustadores flaquease. Gracias habrá que darle a Alfredo Alonso, de las Rías Gallegas valencianas, por su contribución no testimonial.

El camino de los aperitivos desembocó, por fin, en el arroz, que es la estrella fulgurante dentro de la constelación que se produce en su cocina. Para conmemorar este medio siglo, Salvador apostó fuerte. Concibió un arroz meloso en exclusiva para este acontecimiento, con una fórmula creada y destruida en el mismo momento de su elaboración, al modo de los impulsores del arte efímero. Mezcló en las debidas proporciones bogavantes, bocas de mar de infinita delicadeza, alcachofas de suave regusto dulzón al penetrar en el paladar, y un fondo de almejas que potencia el mar que lleva el guiso en su entraña.

Los comensales sólo tenían que consagrarlo en el plato como si se administrasen un sacramento. Y lo hicieron con la humildad de converso que requería esta iniciática ceremonia litoral.

Lejos quedan los sabores de la posguerra, cuando el aguardiente y el vino de cinco estrellas dominaban el panorama de la desembocadura del Júcar. Cazadores y pescadores acudían atraídos por los efluvios de los licores dispuestos en la única mesa que constituía el patrimonio social del establecimiento. La familia de Salvador Gascón llegó a estas tierras que fueron vírgenes en busca de un asentamiento, ya que su casa, en Tavernes de La Valldigna, amenazaba ruina.

Este hecho fortuito creó la posibilidad de constituir un núcleo gastronómico en una zona inexplorada y carente de locales de estas características. Había que aprovechar las infinitas posibilidades del entorno, la huerta, la Albufera y el río para, con sus materiales, crear el hecho comestible. Las cebollas, las lechugas, el garrofó, fueron los primeros protagonistas. A ellos les sucedió por derecho propio la llissa, colmo de las pretensiones festivas de los comensales durante largos años, y en la actualidad menospreciada y reducida a mera simbología.

El paso de los años ha sedimentado todos aquellos valores y los ha trasmutado en las creaciones de hoy. Sea bienvenido.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_