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Reportaje:

Las manías de la tierra de los blancos

Desde que recalaron en lo que los africanos llaman "tierra de los blancos" no han parado de transitar por caminos de soledad donde el ingenio que antes dedicaban a observar las nubes, porque de ellas dependía la cosecha, lo emplean ahora en detectar la presencia policial. La palabra papeles la llevan grabada en lo más hondo porque se la repiten a cada paso.Ellos son los 15 protagonistas de las historias que cuenta la periodista Carmen Luque en el libro titulado Ells truquen a la porta que acaba de editar La Campana, e ilustran bien la última hornada de unos inmigrantes que demuestran el mismo ahínco por prosperar y salir adelante que los llegados hace 30 años.

Es una suerte que el sentido del humor no les abandone como demuestran al comentar las rarezas de un país como el nuestro donde, como explica el senegalés Doudou, "a los perros los tratan como a personas y a algunas personas como a perros".

Tan pronto llegan descubren que el coco para ellos va uniformado y que recibe nombres distintos. Los que encabezan el escalafón de sus miedos son los policías nacionales, seguidos de la Guardia Urbana y de los Mossos d'Esquadra. Doudou recuerda el sofocón que se llevó el día que tropezó con un bombero creyendo que tambien le pediría los papeles. Algunos eligen el lugar de residencia en función de las veces que le paran por la calle para identificarlo.

Menos mal que a veces se cruza en su camino gente que les tiende la mano, como los dos licenciados de Badalona que en sus ratos libres le daban clases de alfabetización en el barrio de Lloreda, desinteresadamente.Doudou demuestra su entusiasmo por una escritura que le permitió poner su nombre y el de su unico hijo Pouyé, que nació en el Senegal y cumplió 11 años antes de poder verle la cara.

Todos tienen en común que por mal que les vaya no desean volver. Tienen claro que puestos a pasar hambre, es mejor pasarla aquí porque la vuelta significa siempre el fracaso absoluto. Entre sus obsesiones figura la repatriación de sus cadáveres. Se gastan lo poco que tienen e incluso hacen recolectas para llevar a enterrar a sus familiares a su país de origen. Les horroriza la posibilidad de quedarse aquí porque para los africanos los muertos conviven con sus familiares.

Algunos, como el venezolano Adolfo, descubrieron al llegar que aunque en su país le consideraban blanco, aquí todo el mundo le llama "negro". No se explica la pinta que debe tener de "delincuente y sospechoso" a juzgar por las veces que le para la policía: "Si cada vez que me paran me dieran cinco duros, sería rico". Pero reconoce que no sólo nota temor en los agentes sino en los ciudadanos en general. Concretamente, dice sentirse como "el terror de las mercerías" porque sólo asomar a la puerta, las clientas aprietan el bolso contra su cuerpo mientras la dependienta le pregunta aterrorizada qué quiere. Para Adolfo, en Cataluña las mujeres son poco femeninas, acostumbrado como está a que en su país se pongan zapatos de aguja hasta para fregar los platos. Lo mismo le ocurre con los hombres, a los que que encontró poco varoniles. Le extrañaba no ver por la calle ninguno que le susurrara a las chicas al pasar: "Mamita, que rica estás, mi amorsito lindo" o "empátate conmigo sielito mío". La autora respeta la forma de expresarse de unos personajes que no suelen tener ocasión de contar su vida.

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El idioma, tambien en el caso de Adolfo, le jugó malas pasadas. Cierto día le pidió a un vendedor que le dejara probarse unas bragas, porque con este nombre se conocen en Venezuela los petos tejanos. La perplejidad de su interlocutor le hizo reaccionar. Ahora, su dicción ha debido cambiado mucho, a juzgar por lo que su mamá le dice cuando hablan por teléfono: "hablas como Marisol y como Sara Montiel".

Entre los recién llegados los hay que conocieron tiempos de bonanza en su país de origen y justo al llegar aquí aprendieron lo que significa la palabra miseria. La argelina Ahmel había vivido en una gran casa junto a la playa y trabajaba en el consulado de Francia, en Argel, cuando decidió "poner viento en los pies", como en su país dicen del que se va.

En su caso la empujó el terror que se instaló en sus vidas en los años noventa. "Primero era la sangre desconocida la que me aterraba en las paradas del autobús, en el horno, en correos, por todas partes". Después, cuenta, fue la del profesor, la del compañero de trabajo y así hasta que fue incapaz de soportar mas horror. Su vida dío un vuelco en cuanto aterrizó en El Prat. Allí era presumida y aquí ha tenizo que calzar durante un año entero un zapato con un agujero en la suela porque no podía reemplazarlo. Trabajó 12 horas diarias en un restaurante de Barcelona donde cocinaba, fregaba y limpiaba sin descanso seis días a la semana por apenas 50.000 pesetas mensuales. De pequeña en la escuela le enseñaron que ghorba significa morriña pero nunca imaginó que llegaría a sufrirla de tal modo.

De las "manías" de los blancos, hablan amenudo. Doudou, por ejemplo, se fija en que aquí nadie mira al cielo, ni escucha los pájaros, ni toca la tierra. Mientras tanto, él suspira por el olor y el aire de su país, por la luminosidad de la tierra que tanto añora.

Consuelo Bautista

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