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Tribuna
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La biblioteca de Adán

Mi amigo Luis García Montero me ha enviado un libro que acaba de publicar, un librito delicioso. Esta vez no es un libro de versos. Viene escrito en prosa, se titula La mudanza de Adán, y Luis me lo define en la dedicatoria como "una fábula moral". He dejado de mano cualquier otra ocupación y me aplico a leerlo. Este libro es, en efecto -y no ya en cuanto objeto agradable a la vista y al tacto, sino más que nada en su texto- una verdadera delicia. Nos entera de que Adán, su protagonista, se muda de casa, y tiene que cargar con su librería.Pero la biblioteca de este Adán es, por lo visto, copiosa en exceso. Probablemente el personaje de esta fábula moral sea, como el mismo autor, un poeta y, como tantos otros poetas, como tantos otros escritores, sea también un intelectual, un catedrático, que en su oficio necesita valerse de libros, y no tan sólo para su propia edificación y recreación, sino como indispensable instrumental de trabajo. Está obligado a conocer, en la medida de lo posible, todo lo que en el mundo se ha escrito desde el comienzo de los tiempos (el autor ha puesto por lema a La mudanza de Adán unos famosos versos de Mallarmé: "La chair est triste, hélas!/ et j'ai 1u tous les 1ivres"), y, siendo creador en activo, debe hallarse también al tanto de lo que sus colegas publican cada día. Si además es personaje que goza de alguna reputación, si es figura conocida, será muy probable que no siempre haya de acudir a la librería para adquirir las novedades valiosas, pues acaso muchas de ellas llegarán a su poder por generoso obsequio de sus amigos y colegas, juntas con multitud de otras publicaciones de las que hélas! acaso no precisa, ni desea, ni sabe dónde meter.

"¿Y todos se los ha leído usted?", ha preguntado a nuestro Adán el capataz de la mudanza, ante la vista de las canastas abarrotadas de libros que estaban esperando para ser transportados. La respuesta de Adán ha sido: "Casi todos". Es una respuesta evasiva, engañosa. Adán hubiera podido contestar a la pregunta, entre incrédula y burlona, del capataz de la mudanza, diciéndole que sí; que él, al igual del célebre poeta francés, se tenía leídos todos los libros: éstos de su propia biblioteca, y tantísimos más. Y explicarle con verdad al buen hombre que no ya los libros ahí amontonados en varias imponentes canastas, sino además quién sabe cuántos otros incontables libros más. Todos ésos, sí, desde luego. E incluso también los libros que todavía no se han impreso ni publicado, los que ni siquiera se han escrito todavía, los que deberán llegar a su mesa de trabajo, mediante el correo o por mensajeros especiales, en días, meses o años venideros, se los tenía leídos de antemano, se los sabía de memoria. Por si fuera poco, hubiera podido decirle que aun algunos de aquellos tan usados y manoseados de antiguo por él, los que aguardaban ahora mejor emplazamiento en las estanterías de su nuevo domicilio, después de haberlos leído, releído y anotado meticulosamente, había vuelto a ellos con frecuencia para repasarlos una vez más.

Pero con igual veracidad hubiera podido nuestro Adán dar la respuesta contraria a la pregunta del curioso transportista: que no; que no los había leído; que propiamente no podía afirmar que hubiera leído aquellos libros, pues lo cierto era que cuando por azar o designio volvía a tomar en sus manos alguno de los cuantiosos volúmenes de su biblioteca, y lo hojeaba, y ponía la vista en sus páginas, y seguía con ella lo escrito ahí, se daba cuenta -no sin gran sorpresa- de que aquél era ya un libro enteramente nuevo y distinto de lo que creía recordar, un libro donde leía ahora cosas que antes no había encontrado, que ni sospechaba estuvieran en sus capítulos o, al revés, del que habían desaparecido y faltaban de entre sus tapas cosas que estaba muy seguro de haber leído antes... "¿Y por qué, entonces, no se escribe usted mismo sus propios libros -hubiera podido proponer a Adán el entrometido capataz de la mudanza-, ahorrándose así tanto engorro y tanto gasto?"

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Escribo esto, y apenas escrito me acude a la memoria la estampa borrosa de uno de mis compañeros de estudios en los años adolescentes, un chico tan desvalido el pobre como ávido entusiasta de la literatura, con quien mantuve amistad durante un par de cursos, y de quien nunca en toda la vida he vuelto a saber nada. Aquéllos eran tiempos muy negros, que la gente prefiere olvidar. En casa de este lejano condiscípulo mío no había libro alguno, con la única excepción de un antiguo y maltrecho recetario de cocina, cuya presencia allí parecía sarcasmo, pues la alacena estaba también por completo vacía. No acierto a recordar el nombre de mi efímero amigo, pero sí recuerdo que cierto día me enseñó aquella vieja joya del arte culinaria, celebrándome el noble y elevado estilo, la elegancia de lenguaje con que sus hojas pringosas describían ollas, cazuelas y asados. Aquel incipiente pero ferviente aunque ayuno amante de las letras, mi compañero de curso, solía asomarse larga y repetidamente a los escaparates de las librerías -otros niños contemplan con goloso arrobo los de las confiterías- para hallar un demorado, envidioso recreo en la cubierta de las novedades editoriales, queriendo adivinar por el título del libro sus contenidos, el argumento de las novelas; y luego se volvía para casa con la cabeza llena de imaginaciones. Más tarde, ya al día siguiente, se ponía a contarme muy al detalle y con toda clase de incidentes el argumento que en su soledad había urdido para responder al título del libro cuya cubierta le había impresionado; y todavía, durante varios días después, se complacía en seguir alterando y complicando con diversas variantes la trama de aquella su libre creación, que yo escuchaba con atenta y benévola paciencia.

A aquel chico, como a tantos otros condiscípulos de estudios secundarios, lo perdí de vista por completo para siempre, y no tengo la menor idea de qué habrá podido ser de él. Tampoco es que me importe. Supongo que, tan pronto como pudiera comprarlos, iría almacenando libros en su cuarto de estudiante. O tal vez no; tal vez, desengañado con sus primeras adquisiciones, se los escribiera a su gusto y por su propia mano; o mejor aún, se los pensara a solas consigo y los almacenara en los estantes de la memoria para poder más tarde, al cabo de los años, en horas de la vejez, entretener o aburrir con sus relatos a unos eventuales nietos.

En cuanto a mí, inevitablemente, incorregiblemente, sigo por mi parte ocupándome de libros. De libros trataban mis dos artículos más recientes. Dedicaba uno de ellos a comentar la traducción española de un raro tratadito, L'Art de se taire (El arte de callarse), que un oscuro abate Dinouart había publicado en París el año 1771. ¿Y a qué venía ocuparse de semejante antigualla? El libro me lo había regalado persona amiga, acotando con guiño malicioso unas palabras de su texto: "La extraña enfermedad de escribir o de leer lo que se escribe, que nos atormenta desde hace tiempo, sigue agravándose cada día" -esto lamenta el buen abate en pleno siglo XVIII francés, para reprochar a quienes escriben "que han estropeado papel, además de haber perdido el tiempo creyendo que escribían un libro"-. Quien me remitió éste del abate, lo hacía por tácita referencia a una charla previa, donde un grupo de amigos habíamos comentado la inflación monstruosa de publicaciones que embaraza hoy al mercado librero español. Sospecho que con el envío de ese obsequio quiso mi amigo amonestarme irónicamente, para que siguiera yo mismo el consejo del abate dieciochesco, quien es claro que tampoco él, a su vez, no había sabido atenerse al silencio que predicaba.

Poco después de publicar mi comentario aparecían en este periódico unas agudas observaciones de Vicente Verdú acerca de la notable capacidad que han revelado los ordenadores para redactar, no ya escuetos mensajes utilitarios o cartas comerciales, sino también hasta novelas; de su talento para crear literatura, y entonces volví yo, impenitente, a discurrir en otro artículo sobre la crisis que en España pesa ya muy gravemente sobre la inflacionada industria editorial y que amenaza por consiguiente, a la subsidiaria industria literaria que le suministra materia prima. Me afligía el comprobar que los almacenes de las grandes empresas editoras rebosan de libros no vendidos, y que se aprestan ya a triturarlos, destruyendo sin contemplaciones los abrumadores excedentes de un papel tan mal empleado, mientras que por otra parte vemos avanzar con vigor imparable los avasalladores medios electrónicos de comunicación. Y frente a un porvenir inmediato demasiado previsible, no puede uno dejar de preguntarse si no es que, en efecto, la galaxia Gutenberg ha tocado ya a su fin, y cómo podríamos enfrentarnos a tal panorama cada uno de nosotros, escritores, filósofos, poetas, profesores, hombres de letras....

En su "fábula moral", Luis García Montero nos ha presentado con elegante, fina, irónica ligereza las tribulaciones de un Adán en trance de mudar su biblioteca (o de mudarse con su biblioteca) a una nueva casa. Nos ha dado a conocer sus pensamientos, y también algo de los sentimientos recónditos del personaje en presencia de una situación -la balumba imponente de sus libros amontonados en canastas- de la que quisiera acaso esconderse, huir... Sospechamos que en el fondo quizá hasta desearía poder desprenderse de esa querida biblioteca suya y, con ella, de la carga de toda una vida; pero si acaso es así, no osa siquiera confesárselo a sí mismo...

Francisco Ayala es escritor.

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