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Los platos con historia (y 2)

Concluye con estas líneas el viaje por algunas de las recetas que mayor perdurabilidad y presencia han tenido a lo largo del milenio. Y concluye con un personaje que ha condicionado enormemente el devenir gastronómico: ese genio de la música que fue Gioachino Rossini (1792-1868), autor de óperas eternas como El barbero de Sevilla. Rossini, además de ser un más que aceptable cocinero y creador de diversas preparaciones, fue también inspirador de otras tantas que hoy llevan su nombre, como escalopes de foie gras a la mantequilla, fondos de cocción, filetes de lenguado, huevos Rossini y el conocidísimo tournedó Rossini. En casi todas ellas intervienen el foie gras y las trufas, de las que era un auténtico apasionado y por lo general se solían acompañar de glasa de carne y se perfumaban con madeira u oporto.

De su extensa herencia, el plato más importante es precisamente este último, el tournedó, el mayor monumento gastronómico a su memoria. Surgido en París en pleno siglo XIX, se fue haciendo famoso en todo el mundo. Hay muchas leyendas que hablan de su origen, una de las cuales sitúa a Rossini en el Café Anglais, uno de los mejores restaurantes de aquella época de París, dictando la receta del plato al encargado, al no gustarle nada el menú que había fijado ese día. Otras versiones más fantásticas sugieren que el nombre se debe a que Rossini obligaba al cocinero a ponerse de espaldas para mantener el secreto de la receta.

No se puede dejar de lado en esta relación una de las salsas más universales, y por extensión uno de los platos más imitados de la historia: la langosta a la americana. No es casualidad que la salsa americana, como muchos otros hallazgos gastronómicos, naciera de la pura improvisación. A finales del siglo pasado, un cocinero francés, Pierre Fraisse, más conocido como Peters, que había trabajado en América -de ahí el nombre la receta- y propietario de un restaurante en París, recibió una noche de improviso, cuando se le habían acabado casi todos los géneros, a unos buenos clientes. Peters, que era la bondad personificada, consistió en ponerse de nuevo ante los fogones, no sin preguntarse con cierta inquietud qué podría servirles. "Mientras toman la sopa", se dijo, "tengo tiempo de prepararles un plato de pescado". Pero no había pescado, sino sólo algo de marisco. Y como ya no tenía tiempo de cocerlo en un caldo corto, utilizó lo que en ese momento tenía a mano: echó en una cazuela mantequilla, algo de aceite, tomates, ajo picado y una buena dosis de coñac. Cuando todo empezó a hervir, troceó la langosta y la incorporó con el fin de que se cociese en seguida. A partir de ese chispazo de ingenio, la langosta a la americana alcanzó la eternidad culinaria.

No es menos famosa la langosta o el bogavante a la Thermidor, que durante muchos años ha estado en la carta de los restaurantes más encopetados y que es un plato ampuloso, pesado, típico de fin de siglo pasado. Se trata de un bogavante, servido en su caparazón cortado en grandes dados, que se salsea con una reducción de vino blanco, fumé de pescado, jugo de carne con perifollo, chalotas, estragón, bechamel y mostaza inglesa. Se suele además gratinar. En cuanto a su origen, parece ser un homenaje a la obra Thermidor, de Victorien Sardou, estrenada por enero de 1894. Por lo visto, en el hoy desaparecido restaurante Chef Maire, el dueño, amigo íntimo del autor y gran admirador suyo, pensó corresponder al éxito de ésta con un reconocimiento culinario.

Ya bien avanzado el siglo XX, es obligado referirse a una de las cremas frías más innovadoras para su tiempo: la vichyssoise, esa fina y moderna crema de puerro y patata, ligada con nata y espolvoreada con cebollino. Se dice que fue creada en Estados Unidos por un chef francés. Lo que está claro es que se trata de un plato moderno, porque no figura ni en la guía culinaria de Escoffier de 1921 ni en el Larousse gastronómico en su edición de 1939. Pero escudriñando más en sus orígenes hay dos explicaciones con visos de realidad.

Hay quien asegura que el anónimo chef no era otro que Louis Diat, jefe de cocina en el Ritz de Nueva York en 1942, que al parecer se inspiró en un plato del recetario histórico francés (una sopa de puerros y patatas), aunque queda la duda de su nombre. Por eso, se afirma que el creador del plato era oriundo de la ciudad francesa de Vichy, y a más señas partidario del régimen colaboracionista de Petain.

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Otra teoría más cercana, en absoluto descabellada, viene avalada por Gregorio Izuzquiza y asevera que esta sopa fue creada por un vasco, un pariente suyo. Al parecer, el embajador de España ante el Gobierno colaboracionista de Vichy era un bilbaíno, José Félix de Lequerica, que llevó a las cocinas de su Embajada a un paisano de Bermeo. Este cocinero era muy aficionado a la porrusalda , pero como quiera que le parecía un plato excesivamente popular, pensó que lo mejor era refinarlo, de forma que pudiera presentarlo con frecuencia en los almuerzos oficiales.

Al ser ocupado Vichy por los aliados, cesó el Gobierno de Petain y Lequerica regresó a España y finalmente optó por irse a Estados Unidos, donde fue a recalar al Ritz. Indudablemente la vichysoisse también se ha modernizado desde entonces, como en la fórmula del restaurante Urepel de San Sebastián que ilustra este artículo: una finísima vichysoisse caliente se acompaña de una untuosa crema fría de queso de cabra, con unos filamentos de ajos tiernos ahumados y crujientes de aupa.

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