Lo que no se dice de Sefarad
Un recorrido por el conjunto de ensayos de Ammiel Alcalay, Memories of our Future, procura al lector avezado a una lectura plural de los estratos, complejidades y ocultamientos de las culturas del área mediterránea, un reconfortante ejercicio de honestidad y lucidez. La bella introducción biográfica en la que mezcla la evocación de los horrores del pasado con otros del presente nos facilita el acceso al espacio diverso y cambiante de los Balcanes, el Oriente Próximo y el Magreb a través de una serie de autores de identidad negada, confusa o problemática como Edmond Jabès, Derrida, Edward Saíd, Mahmud Darwish, Edouard Roditi, Anton Shammas, Abderrahman Munif, Etel Adnan, etcétera, testigos o víctimas de una historia impuesta desde fuera y cuyos efectos destructores se propagan, como en vasos comunicantes, a un tejido hecho de diversas telas, ámbito de diásporas, desarraigos y exterminios provocados por los fanatismos religiosos y nacionalismos retroactivos. Alcalay examina en su libro, sin concesiones ni sentimentalismo, las consecuencias de la política expansionista del Estado de Israel tanto en el campo de la multicentenaria cultura sefardí como en la palestina, entreverando sus reflexiones con oportunas referencias a la ausencia de autocrítica de la cultura árabe, a la historia medieval española y al allanamiento del nuevo Toledo que fue Sarajevo por obra de la mitología sangrienta de Milosevic y Karadzic.Con la accesión del judío a la condición de ciudadano con derecho a voto a lo largo del siglo XIX, la viva y compleja tradición sefardí de Kairuán, Fez, Marraquech, Alepo, Estambul, El Cairo, Saná, Sarajevo y Salónica fue marginada por el nuevo judaísmo integrado en la modernidad política, económica y cultural europea. Siglos de historia ricos en experiencias, contactos, trasvases de lenguas -el hebreo, el árabe y el ladino, pero también el portugués, beréber, turco, griego, serbio, persa, uzbeco...- quedaron aparcados en una vía muerta conforme a la visión eurocentrista de los padres fundadores del sionismo. Frente al hecho bien probado de que, durante la Edad Media y hasta bien avanzado el siglo XIX, la cultura judía fue una cultura mestiza y mediterránea, la perspectiva adoptada por el mundo oficial israelí recuerda al autor la de los responsables de otros blanqueos históricos e interesadas amnesias, tanto en España como en los Balcanes.
El reinado de los Reyes Católicos no se cifra sólo en la expulsión de los judíos y la aculturación de los mudéjares: marca también el hito del desgaje de ocho siglos de cultura eurosemita del tronco de la cultura europea no obstante el papel primordial de la primera en la formación de la última. Averroes, Avicena, Maimónides perdieron de golpe, como prueba documentalmente Alain de Libera, su status magistral en las cátedras de la Sorbona e Italia y fueron apriscados en el rebaño oscuro, remoto y exótico de lo oriental. En corto: el Islam occidental y el mundo judeo-español cesaron de existir dentro de las nuevas fronteras europeas trazadas por el Renacimiento. La instauración del Santo Oficio a fin de vigilar el catolicismo sospechoso de los conversos, los frecuentes y multitudinarios autos de fe, la resolución final del "problema morisco" eran únicamente el lado visible de un fenómeno más profundo y vasto: el descuaje brutal de la presencia árabe y judía en la cultura neolatina del Medioevo originada en España. La ceguera posterior de los españoles con respecto a su propio pasado -denunciada primero por los viajeros anglosajones a la península y luego por los españoles más lúcidos, de Blanco White a Américo Castro- se fundaba, como observa con acierto Ammiel Alcalay, refiriéndose al actual Estado de Israel, en una "identidad fija e icónica, ajena a la riqueza de su propio contenido".
Si, por un lado, los criptojudíos y conversos son los primeros exponentes de la moderna angustia existencial propia de una personalidad escindida, por otro, la diáspora hebrea oriunda de la península se revigorizó con el roce fecundo con otras culturas y lenguas: su excentricidad -el punto de vista de quien se sitúa en los márgenes o en la periferia- le confieren, en efecto, un carácter único, concomitante a lo que hoy entendemos por modernidad. Así, los estudios de Américo Castro, Albert Sicroff y Márquez Villanueva sobre la espiritualidad específica, pero diversa de los cristianos nuevos alumbran con luz cruda la situación conflictiva en la que vivieron por espacio de casi dos siglos. Atrapados en el dilema impuesto por un poder eclesiástico que, al mismo tiempo que marcaba las fronteras de su hecho diferencial más allá del don "regenerador" del bautismo les negaba la pública expresión de tal diferencia, sufrían el desgarro íntimo del intelectual del siglo XX enfrentado a la hidra del totalitarismo. El pesimismo radical de Fernando de Rojas y Mateo Alemán, la ironía de Cervantes, la amarga imprecación de fray Luis de León son manifestaciones distintas de una estrategia personal de desengaño, resistencia o huida. Si el acoso y destrucción de la clase social de los conversos retrasó por espacio de siglos el acceso de España a la modernidad intelectual, política y económica surgida en Inglaterra y Francia en los siglos XVII y XVIII, las formas literarias que originó de rechazo entre sus víctimas se adelantan en cambio a las creadas por los artistas y escritores del siglo XX y nos conceden la posibilidad de leerlas como contemporáneas nuestras. Una trama sutil une en verdad, como en un abigarrado tapiz, a los sefardíes de la diáspora con los criptojudíos españoles y portugueses y los cristianos nuevos disconformes con la rigidez opresora del nacional catolicismo hispano y el dogmatismo de una Contrarreforma que, como dice con razón Américo Castro, habría que llamar más bien Contrajudería.
No obstante, el "cordón sanitario" (Bataillon dixit) establecido por FelipeII en torno a sus reinos, las personas y bienes, los libros e ideas siguieron circulando fuera del ámbito peninsular: "en Tremecén, Sarajevo, Casablanca e incluso en
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Juan Goytisolo es escritor.
Lo que no se dice de Sefarad
Viene de la página anteriorel Bronx" -escribe Alcalay- "se siguieron cantando canciones originarias de Andalucía, Castilla y Aragón; formas poéticas importadas a Córdoba desde Bagdad, perduraron y fueron innovadas en Livorno, Jerusalén, Bombay y Brooklyn. Abiertos y receptivos a las posibilidades que les brindaban los idiomas en los que se aclimataban, estos escritores [sefardíes] transformaron sus ciudades en libros y, sin volver la espalda al mundo en el que habitaban -rehusando convertir la tradición en barricada-, acogieron ávidamente el contacto de lo nuevo". Desde autores del siglo XIII, como Benjamín de Palencia, que viajó de Castilla a Yemen, atraído por la curiosidad hacia la cultura de sus correligionarios, pasando por Francisco Delicado, Antonio Enríquez Gómez y León Hebreo, una cadena ininterrumpida de narradores y poetas sefardíes y hebreo-árabes se prolonga hasta hoy, en diferentes contextos y lenguas, encarnada en figuras contemporáneas tan significativas como Edmond Jabès, Anton Shammas y Edmond Amran El Maleh.
Como apunta Ammiel Alcalay, el discurso sionista repitió, en el encuadre intelectual de fines del siglo XIX, la opción europeísta del Renacimiento y su rechazo de la cultura judeo-árabe. El estudio de la literatura hebrea "oriental" y de la obra de escritores judíos en diversas lenguas fue dejado en barbecho, pese a que la población sefardí es un componente esencial del Estado israelí. Una mezcla de chovinismo, miopía política y paternalismo ahistórico condujo al apartamiento y ocultación de un fértil legado al que sólo puede accederse desde un planteamiento pluridisciplinar, capaz de abarcar distintas épocas, culturas y lenguas. Parafraseando a Yoram Bronowski, la literatura "oficial" israelí, dice Alcalay, sigue estrictamente las pautas de la europea, y la obra de sus escritores más conocidos constituye un mero anexo de la de los novelistas occidentales, principalmente norteamericanos. Desde la atalaya de una supuesta superioridad, todos los escritores israelíes, ya fueren de origen marroquí, iraquí o egipcio, fueron occidentalizados por decreto y separados del entorno geográfico del Oriente Próximo: "lo "oriental" existe tan sólo en términos de folclor y tradiciones añejas, no de cultura ni formas de vida". Poco importa el hecho de que la obra de numerosos autores sefardíes, israelíes o no, desmienta tal aserto. El canon literario europeo-askenazi impone un reduccionismo crítico negador y excluyente. "Ser abreviado en la multiplicidad de nuestra posible gama de identidades -concluye Alcalay- es una forma de opresión".
Frente a este jibarismo, el autor de Memories of our Future nos recuerda que el molde estándar actualmente aplicado a los judíos de todos los países y épocas como un universal e ineludible "destino judío" fue producto en realidad de la acción conjugada de la ideología sionista y del aterrador holocausto nazi. Toda la riqueza y variedad de la historia sefardí en el ámbito de diversas culturas y continentes cayó en una inexistencia similar a la determinada siglos atrás, en aras de la homogeneidad castiza, por los Reyes Católicos y por la invención de una Europa cortada de sus raíces semitas por los vates e inspiradores del Renacimiento. A la actual percepción de la literatura israelí como simple apéndice de la europea y estadounidense, Alcalay propone otra, a la vez más tradicional y moderna, caracterizada por su multiplicidad de raíces y su recuperación de una larga y cultivada amnesia:
"Me parece que la única posibilidad de la cultura hebrea estriba en extenderse hacia atrás: en asumir el vigor y riqueza que puede acopiar del pasado al perder el miedo de obtener ese grado de libertad que se alcanza al ser "tradicional". Los modernistas aluden a lo que el mundo posmoderno da por supuesto: la connivencia y correspondencia entre las máscaras africanas y Picasso, entre los azulejos persas y Mondrian. Quizás la posible veta subcultural más viva de la cultura hebrea y su más avanzada vanguardia y más extremo underground -su auténtico vínculo con el mundo exterior- yazcan ocultos en donde menos se espera encontrarlos: en el seno de la tradición. Extenderse hacia atrás significa también mirar adelante, gracias a la recuperación de cuantos textos contienen música de pastores, nómadas, almuédanos, alquimistas, matemáticos, miniaturistas, orquestas cortesanas y lira de David, la luz y el olor de todas las ciudades de Oriente Próximo escamoteadas para evocar tan sólo a Jerusalén..."
Al abordar el espinoso tema de la política de colonización israelí en los territorios ocupados, Ammiel Alcalay subraya sin ambages el efecto devastador de su designio de privar a los palestinos del derecho a la memoria en nombre de un holocausto del que no son en absoluto responsables, para convertirlos en extranjeros indeseables en su propia tierra y condenarles a asistir impotentes a la ruina y transformación de su entorno. Frente a la razón religiosa y "arqueología militante" de los partidarios del Gran Israel y su concepción de un Estado extraño a su ámbito geográfico y a las realidades históricas, Alcalay sostiene que "cualquier relación con Israel debe incluir una relación con el Oriente Próximo, los árabes, el Islam, el drama de Argelia, la censura y tortura de Egipto, el abandono de los musulmanes bosnios, los esfuerzos de reconstrucción de Beirut, el efecto de las sanciones en los niños iraquíes. No podemos seguir viajando -escribe- de acá para allá a Jerusalén y pretender que Damasco, Trípoli, Sidón, Fez y Bagdad no existen. Si nuestra existencia de judíos de la diáspora se halla ligada a Israel, es obvio que no podemos desenclavar a Israel y sus habitantes del mundo en que viven".
Los ensayos consagrados al genocidio de los musulmanes y demócratas bosnios permiten a Alcalay trazar por último un sugestivo paralelo con hechos acaecidos hace cinco siglos. La operación memoricida de los extremistas serbios y croatas tocante al pasado otomano, ¿no repite acaso la del nacional catolicismo español con respecto al legado judeoárabe? La resistencia actual en nuestros medios académicos a aceptar la existencia de una literatura mudéjar y el papel desempeñado por los conversos y cristianos nuevos en diversas ramas de la narrativa, poesía y ensayo del Siglo de Oro, ¿no muestra que, como escribe el bosniocroata Ivan Lovrenic refiriéndose a la ex Federación Yugoeslava, nuestra cultura -¡y la cultura oficial de Israel!- tienen también "un grave problema tocante al reconocimiento de su propio contenido y de su valor; en otras palabras, que padece de un grave problema de autorreconocimiento no alcanza a integrar sus propias diferencias"?
La identidad icónica -ya sea española, serbia, israelí, turca o griega- ¿no será una tentativa de enmascarar las vacilaciones e interrogantes subyacentes en ella? A la luz de tantos escamoteos y genealogías falsas, los intelectuales libres de anteojeras nacionalistas y religiosas excluyentes y míticas deben concluir, con la honestidad y rigor de Alcalay, que su patria, como descubrió en su día Cervantes, es el feraz territorio de la duda.
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