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Tribuna
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El escándalo Telefónica FRANCESC DE CARRERAS

Francesc de Carreras

Los escándalos de corrupción han sido, en los últimos años, un tema recurrente y apasionado de conversación y de debate. Ante los abusos de poder político o económico de algunos cargos públicos o de algunos empresarios privados, el ciudadano medio se debatía entre el sentimiento de estafa, la impotencia y la indignación. Todo ello se elevaba al máximo cuando se utilizaba un cargo para obtener beneficios ilegítimos, es decir, cuando la Hacienda pública, en contra de su única razón de ser, servía para el enriquecimiento privado. Los casos -con nombres y apellidos- están en la mente de todos y no hace falta repetirlos. Todos ellos constituían, sin embargo, desviaciones dentro del sistema, patologías censurables pero, hasta cierto punto, inevitables. En definitiva, descubrir estos casos era un éxito del sistema mismo, una demostración de que el sistema funcionaba: detectaba la irregularidad, la hacía pública y le aplicaba la sanción correspondiente.El caso de Telefónica y sus empresas satélites tiene otra dimensión: no es una irregularidad en el sistema, sino que es, precisamente, una muestra de su funcionamiento regular. Los protagonistas del escándalo no son perseguibles por la justicia, sino que, todo lo contrario, son premiados por el sistema económico con su máximo trofeo: un beneficio de miles de millones de pesetas. Son, por tanto, los auténticos triunfadores del sistema existente, al que antes denominábamos -algo peyorativamente- capitalismo y ahora designamos con un nombre más aséptico: economía de mercado. Legalmente no podemos ni siquiera hablar de corrupción y supongo que para algunos no será siquiera un motivo de escándalo, sino simplemente de envidia: es lo que ellos querrían haber hecho y, hasta ahora, no han logrado.

Los hechos son conocidos porque han ocupado en los últimos días las primeras páginas de todos los periódicos. Por un lado, 100 directivos del grupo Telefónica tienen previsto repartirse 37.500 millones de pesetas por el aumento del valor que la compañía ha tenido en la bolsa en los últimos tres años. Por el otro, Terra, una sociedad filial de Telefónica, triplicó su valor el día de su salida a bolsa, con lo cual, entre otros muchos beneficiarios, cuatro de sus socios, pertenecientes originariamente al grupo Olé, obtuvieron plusvalías con un beneficio conjunto de 26.500 millones de pesetas. Todas ellas son cifras obtenidas dentro de la más estricta legalidad. Como también es legal que las empresas del grupo Telefónica estén pagando los más bajos salarios del mercado -400 pesetas la hora, por ejemplo- utilizando los también legales contratos basura permitidos por la última reforma de la ley laboral y que, también de forma legal, dicho grupo, que tan generosamente paga a sus directivos, esté en un proceso de reducción de plantilla que situará a miles de trabajadores en el paro, cuyo seguro -dicho entre paréntesis- se financiará con dinero público.

El escándalo, para los que nos escandalizamos de todo ello, no proviene de que se hayan vulnerado las normas que rigen un determinado sistema, sino que proviene de las reglas que rigen el sistema mismo: las económico-especulativas de la bolsa, por un lado, y las jurídico-laborales aprobadas por las instituciones democráticas de un Estado al que nuestra Constitución denomina social.

El escándalo Telefónica es, por tanto, más grave que todos los anteriores precisamente porque constituye un índice revelador del Derecho -y de la ética- imperante en nuestra sociedad: algunos, muy pocos, pueden hacer mucho dinero en poco tiempo, mientras que otros -aquella "inmensa mayoría" de la que nos hablaban Blas de Otero o Gabriel Celaya, qué más da- no sólo no podrán, por definición, alcanzar cotas similares, sino que están condenados a la pobreza económica más absoluta, a la miseria cultural y moral y a la marginalidad social. En definitiva, estos hechos -síntoma de otros muchos parecidos que suceden a diario, pero que ignoramos- ponen de relieve que nuestra organización económica y social no es compatible con una sociedad democrática: aquella en la que todos los hombres -desiguales por naturaleza- tengan la misma posibilidad de ser titulares de una "igual libertad".

Todo ello debería hacernos reflexionar, también, sobre nuestro sistema político. ¿Puede confiar en la democracia política aquel que está en el paro, en un trabajo precario o con un sueldo miserable, conociendo además que otros, en virtud de las leyes -económicas y jurídicas- que regulan la economía de mercado, obtienen -incluso en una misma empresa- beneficios fabulosos? ¿El aumento de la abstención electoral no tendrá una relación directa con la desconfianza global respecto de un sistema que margina y discrimina sin que nadie lo ponga en cuestión?

Algo -que es una manera de decir mucho- no va bien en nuestra democracia. La democracia política sin igualdad social y económica es una cáscara vacía, mero aparato de legitimación política que sólo encubre la dominación de unos pocos sobre la mayoría, la inmensa mayoría. Telefónica es la anécdota: la categoría es el sistema social y económico, en el que la derecha se encuentra muy cómoda y con el que la izquierda se muestra servil y complaciente.

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