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Nacionalismo y entropía (y IV)

IMANOL ZUBERO

Hay que reconocer a los nacionalismos el mérito de haber alzado la voz frente a una modernidad liberal que apostó por laminar toda identidad colectiva en nombre de un universalismo abstracto tan narcisista que ha sido incapaz de reconocer (según alguien tan poco nacionalista como Habermas) que en las mismas categorías conceptuales del Estado nacional se oculta un resto no secularizado de trascendencia, como es la tensión entre el universalismo de una comunidad jurídica igualitaria y el particularismo de una comunidad con un destino histórico que cumplir. Un universalismo irresponsable que no comprende a Amin Maalouf (aunque Aznar lo malcite por obra y gracia de alguno de sus redactores de discursos a tanto la página) cuando denuncia que las identidades asesinas de hoy son las mismas identidades asesinadas de ayer.

Sin embargo, no es preciso ser nacionalista para comprender, asumir y defender lo que de razonable y democrático hay en el corpus nacionalista. No hace falta, por ejemplo, enredar con la idea de derechos colectivos para comprometerse en la defensa de la diversidad de las culturas nacionales (Kymlicka). Como no es preciso perderse por las complicadas veredas de la territorialidad histórica cuando podemos decir con Dahl, sencillamente, que el tamaño es condición de posibilidad de la democracia, que hay escalas que resultan tan grandes (pero también tan minúsculas) que imposibilitan a los ciudadanos concretos el ejercicio democrático. También es posible defender una construcción nacional -es decir, un proceso de desarrollo de aquellos "hábitos del corazón" que, sin que tengan por qué ser exclusivos de una comunidad humana concreta, son, sin embargo, vividos por ésta como señas de identidad- sin por ello deslizarse hasta la vieja reivindicación estatalista.

El nacionalismo vasco ha sabido construir una improbable estructura política en el País Vasco. Lo ha hecho actuando como un sistema abierto, en permanente intercambio de energía e información con su entorno. Hoy, en cambio, en su seno llevan la voz cantante los diseñadores de arquitecturas probables. Su arquitectura es la propia del tirano oriental o del autócrata soviético: necesita reducir a escombros lo existente para, a partir de un solar vacío, elevar una pesadilla de edificaciones homogéneas repetidas hasta el infinito. Lo contrario del vertiginoso Guggenheim, edificio de estructura improbable nacido de la audacia, pero también del respeto por un emplazamiento cargado de historia con el que lo nuevo debe conectar, no romper. Y es que, ¿cómo van a ser constructores de algo nuevo quienes no son capaces de valorar la improbable novedad que significó lo que hoy tenemos?

Cuenta Álvaro Mutis en su novela Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero que, en un determinado momento de su vida, decidió Maqroll, hombre de mar, adentrarse en lo más profundo del cañón de Aracuriare. Y que allí, entregado a la introspección, "avanzó en el empeño de entender sus propias fronteras, sus verdaderos límites", para encontrarse con que en el centro mismo de su ser cobraba forma "una presencia que, aunque nunca había tomado parte en ninguno de los episodios de su vida, conocía toda la verdad, todos los senderos. al enfrentarse a ese absoluto testigo de sí mismo, le vino también la serena y lenificante aceptación que hacía tantos años buscaba por los estériles caminos de la aventura".

El nacionalismo vasco necesita perderse en su propio cañón de Aracuriare. Los viejos y familiares caminos por los que ha transitado tantos años ya no le sirven para avanzar. Paradójicamente, el nacionalismo se ha extraviado por empeñarse en recorrer aquellos senderos que mejor conoce. Buscándose a sí mismo, ha acabado dejándose seducir por aquellos que le invitan a desandar lo andado hasta encontrar las tranquilizadoras señales que marcan el camino que llevará a sus viejos objetivos. Y en esa aventura estéril su energía política, clave para este país, se vuelve más y más inútil.

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