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El último duelo entre políticos de la transición

Han rivalizado como gestores públicos, pero sus trayectorias apenas se habían cruzado hasta ahora, ni siquiera en las urnas

Josep Ramoneda

La anécdota tiene ya algunos años. Fue en la inauguración de una exposición de diseño en la Lonja. Pujol estaba departiendo con un grupo de invitados. Una señora emocionada se acercó: "Perdone president que les interrumpa, pero no podía irme sin saludarle, sin decirle lo mucho que nos gusta". Pujol no le dejó acabar: "Señora, que no soy Robert Redford". Hizo una pausa y se puso pedagogo: "Se lo voy a explicar. La mayoría de los catalanes son feos, bajos, gorditos y antipáticos como yo. Mi único mérito ha sido demostrarles que se puede ser feo, bajo, gordito y antipático y llegar a ser presidente de la Generalitat. Y esto hace que se reconozcan en mi persona y que se sientan estimulados y agradecidos". A mi lado, una mujer dijo: "Es verdad". Pujol ni se inmutó.Pujol, como arquetipo físico y psicológico del catalán medio: su modo de proyectarse sobre Cataluña va más allá de lo telúrico -la patria como tierra propia- para alcanzar lo antropológico. Un tipo con el que los catalanes se identifican. Nacido en Barcelona, sus raíces están en el campo. Su abuelo paterno se había arruinado, años antes del nacimiento de Jordi, al quebrar la fábrica de tapones de corcho que tenía en Darnius. Durante sus dos años y medio de cárcel, la resistencia roturó el país con pintadas con su nombre. Una metáfora de la vinculación de Pujol con la tierra catalana. Veinte años más tarde, las pintadas borradas por las brigadas franquistas y por el paso del tiempo serían sustituidas por una omnipresencia del president de la Generalitat por todo el territorio, a costa de muchos fines de semana.

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La identificación con el catalán medio y con la tierra: más que como una patria, Pujol ha visto siempre el país como una gran familia. Demasiadas veces ha creído que más que un gobernante era un padre o un pastor. Pujol se ha sentido siempre ajeno a las grandes sagas barcelonesas, las que han creído tener un poder hegemónico sobre el país sin darse cuenta de que cada vez tienen menos. Pujol siempre se ha considerado un forastero, un extraño, en la mundanidad barcelonesa. De no ser uno de ellos ha hecho casi una mística.

Pasqual Maragall es un producto genuino de la urbanidad barcelonesa de la que acabaría siendo su imagen política. Vinculado a la burguesía de los barrios altos, por familia, por colegio, por amistades pertenece a la fracción ilustrada, que no es precisamente la más abundante. Joan Maragall, el abuelo, poeta nacional catalán en unos tiempos en que la relación entre Cataluña y España era menos pragmática y mucho más dolida, operará siempre como un superego sobre la conciencia familiar. Sobre Pasqual Maragall convergieron la sabiduría de Jordi, su padre, un hombre de una generación atrapada por la guerra que durante el franquismo supo salvar las palabras y evitar que se rompieran todos los puentes, y el estilo impregnado de regeneracionismo español, del Instituto Libre de Enseñanza, a través de su madre, Basi. De la burguesía ilustrada salieron muchos de los jóvenes radicales de los sesenta, que amplificaron la resistencia antifranquista. Pasqual Maragall fue uno de ellos. No se dejó seducir por la hegemonía de los comunistas del PSUC en la resistencia catalana. Militó en el Frente Obrero de Cataluña (FOC), un grupo que algunos dicen que imprimía carácter y que trababa fuertes complicidades. Y debe ser verdad porque dos ex FOC, Pasqual Maragall y Miquel Roca, se enfrentaron en una campaña electoral por la alcaldía de Barcelona sin que aparentemente su amistad saliera dañada.

En el FOC estaban los Urenda, Rubert de Ventós, Molas, González Casanova, Serra, compañeros y amigos que han influido decisivamente en Maragall y que al inicio de la transición crearían el PSC, por las mismas fechas en que Pujol creaba Convergència Democràtica y se llevaba a uno de los suyos, a Miquel Roca, con él. En vigilias de las elecciones del 77, el PSC se fusionaría con la federación catalana del PSOE. Una encuesta les abrió la luz. Si cada cual iba por su cuenta el PSC sacaba en torno al 5% y el PSOE por encima del 20%. Y obraron en consecuencia.

La resistencia y la tradición ilustrada: Maragall se fue a Estados Unidos. Regresó con algunas ideas que todavía perviven: la necesidad imperativa de que Cataluña no se pierda en su ensimismamiento y la importancia de dotar a los partidos políticos de mayor flexibilidad ideológica y organizativa. Dos temas de su campaña.

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Las trayectorias juveniles del católico Pujol y del progre Maragall son muy distintas. "Por aquellos tiempos", decía Maragall, "el antifranquismo se teñía de rojo y nosotros éramos más rebeldes que revolucionarios". Por aquellos tiempos Pujol ya sentía la llamada de Cataluña -su mujer le convenció de que no se escondiera la noche de mayo de 1960 en que la Brigada Político Social fue a detenerle, porque si en los momentos difíciles Cataluña debía pasar por delante de la familia era la hora de demostrarlo- y llevaba muchos años en el compromiso militante por la Iglesia católica en el grupo Torres y Bages y en Crist Catalunya. Formado en la escuela alemana de Barcelona antes y después de la guerra, Herder y Goethe se encontrarían con la tradición católica catalana y el personalismo francés a la hora de configurar el ideario mental de Pujol. Un ideario propio de un tiempo en que lo personal carecía de reconocimiento fuera de lo colectivo: la patria en este caso. Jordi Pujol y Marta Ferrusola fueron casados en Montserrat por el abad Escarré que, cuatro años más tarde, envió un telegrama a Franco protestando por "las torturas infligidas a los jóvenes catalanes" detenidos a raíz de los hechos del Palau.

La historia quiso que los nombres de Pujol y Maragall se cruzaran por primera vez en un hito fundamental de la biografía del president. Era el 20 de mayo de 1960. Franco estaba en Barcelona. En el Palau de la Música se había organizado un homenaje a Joan Maragall. Un grupo de militantes cantó El cant de la senyera, que el gobernador civil había prohibido. Pujol fue condenado en consejo de guerra a siete años de cárcel. Estuvo dos años y medio en Torrero, hasta que fue indultado. En este tiempo, la Banca Dorca de la que él y su padre habían tenido que dimitir se convertiría en Banca Catalana. A ella volvería al salir de la cárcel. Años más tarde, Pujol diría: "Si yo hubiese pensado como Pla no habría ido a la cárcel".

Desde el primer momento, la política para Pujol fue un destino. Su idea de la política pasa por el liderazgo de los grandes hombres. Son ellos, los predestinados, los que conducen a los pueblos por el camino correcto. Sólo ellos saben lo que conviene y lo que no conviene: lo que toca.

El nacionalismo herderiano y el catolicismo a lo Péguy fecundados por Raimon Galí engendraron su idea de la relación de un hombre -Pujol- y un país -Cataluña-. Cuando en 1975, en Esade presentó por primera vez su ideario ante un auditorio público ya había fundado CDC y ya había iniciado un camino que orillaba la Asamblea de Catalunya, porque Pujol consideraba que, hegemonizada por los comunistas, hacía una política condenada a ser marginal, sin perspectivas después de la resistencia.

Para Maragall, sin embargo, la política fue casi una casualidad, fraguada en las relaciones de amistad en la vieja familia del FOC. Funcionario del Ayuntamiento de Barcelona y autor de una tesis sobre economía urbana, era en el PSC uno de los mejores conocedores del municipalismo. Cuando Serra le pidió que le sustituyera al frente de la alcaldía de Barcelona, de aquel hombre con aspecto descuidado y aire despistado que nunca se sabía en qué estaría pensando, lo que más sonaba a la gente era su apellido. En los primeros años de gobierno municipal se había dedicado a poner orden a una burocracia heredada del franquismo que tenía mucho por modernizar.

El camino se hace al andar: no hay en Maragall una vocación de partida. Todo podía haber sido de otra manera. A medida que iba reconstruyendo Barcelona iba construyendo su propio su estilo.

Pujol ya llevaba dos años como presidente de la Generalitat. Había ganado las primeras elecciones -10 de marzo de 1980- ante la perplejidad general, y de los socialistas en particular. Antes del mitin final de campaña, Felipe González había dicho al periodista José Martí Gómez que ganaba Pujol. González nunca advirtió a Reventós. CDC había quedado cuarta en las elecciones generales de 1977, detrás del PSC, PSUC y UCD, por este orden. Tres años más tarde, llegaba en cabeza. La explicación que el propio Pujol da de su éxito revela la idiosincrasia del personaje. En el ambiente superideologizado de la época: con el debate sobre el marxismo en los partidos de izquierda -González tuvo que montar un auténtico psicodrama en el PSOE para quitar el marxismo de los estatutos del partido- y una cierta ingenuidad política generalizada, Pujol cortó por la calle de en medio. "San Pancracio, danos salud y trabajo", se titulaba el artículo que publicó en La Vanguardia en diciembre del 79. Pujol se colaba por la vía del pragmatismo anteponiendo los intereses inmediatos de la ciudadanía a las proclamas ideológicas, pero al mismo tiempo sentaba las bases de su catalanismo: católico en lo moral -la familia será un tema recurrente-, meritocrático en lo económico -el trabajo redentor- y proteccionista en lo social. Piensa Pujol que la invocación a san Pancracio le permitió romper el círculo vicioso de la izquierda. La dinámica dura ya veinte años.

El alcalde Maragall era un personaje por descubrir. Cuando sucedió a Serra nadie se hubiese imaginado que, cinco años más tarde, con la nominación de los Juegos Olímpicos ya conseguida, en vigilias de las elecciones del 87, Maragall podría decir: "Hemos enseñado a la gente a soñar". Maragall partió de un diagnóstico realista de la ciudad de Barcelona: hay que ponerla en el mapa del mundo. Al no ser capital de Estado cuenta con sus estrictas fuerzas para existir. Y hay que hacer muchos aspavientos para que los aviones paren, los empresarios vengan a invertir y los turistas hagan algo más que cruzarla camino de la costa.

Atrapar los Juegos Olímpicos resolvió muchos de estos problemas de golpe. Si Pujol hurga en las entrañas del país y lanza el memorial de agravios cada vez que quiere dar un paso adelante, Maragall optó por la vía de la ilusión y de la profecía creativa, aunque en algunos momentos corriera altos riesgos. Los Juegos tenían que conseguirse porque eran necesarios para que Barcelona fuera la ciudad que debía ser. París sería la misma con Juegos o sin Juegos. Barcelona, no. En la preocupación de Maragall por cargar de poder y de razones a Barcelona se produjo el primer gran encontronazo entre Pujol y Maragall: el conflicto por la Corporación Metropolitana de Barcelona.

A mediados de los ochenta, Pujol ya había consolidado su propósito de identificar su persona y su modo de entender el nacionalismo con la Generalitat. Los socialistas le habían regalado la oportunidad en bandeja, al negarse a gobernar en coalición después de las primeras elecciones autonómicas. Un error estratégico fundamental, sólo explicable por la falta de rodaje de un partido todavía prisionero de tics de la cultura resistencial. Pujol ganó las elecciones de 1984 por mayoría absoluta e impuso definitivamente su hegemonía sobre el país. En cuatro años, el error de 1980 se había convertido para los socialistas en una pesadilla.

Las elecciones del 84, tuvieron resaca: el caso Banca Catalana. La crisis financiera del banco llegó a los juzgados. Pujol fue imputado, y lo interpretó como una maniobra del Gobierno socialista. La exculpación llegó después de unos tensos meses en que Pujol movilizó todos los resentimientos nacionales en beneficio propio. Desde entonces tendió a paranoizar cualquier movimiento de los socialistas catalanes. Y en este contexto estalló el conflicto de la Corporación Metropolitana. Maragall entendía que por razones de eficacia de gestión y de poder ante los demás era indispensable un sistema de gobierno que coordinara el conjunto de municipios de la aglomeración barcelonesa. Pujol, que intuía ya que Maragall era un peligro para sus intereses, receló siempre de una institución que podía ser un contrapoder frente a la Generalitat. El 6 de junio de 1984, la Corporación presentó su bandera, en la que figuraba el escudo de Barcelona sobre fondo azul. Pujol consideró que era demasiado. Y, según relata el periodista José Antich, aquel día decidió suprimirla. Cataluña sólo tiene una bandera, la senyera. En 1987, Pujol hizo valer su mayoría absoluta en el Parlament y suprimió la Corporación por ley.

Por estas fechas, el proyecto Maragall ya había tomado perfil y empezaba a cundir la idea de las dos Cataluñas. Nacionalismo pujolista contra catalanismo socialista; Cataluña nación frente a la Cataluña ciudad; concepción religiosa del país frente a concepción laica y cosmopolita; nacionalismo lingüístico frente a catalanismo cultural; reivindicación permanente de competencias y reconocimientos frente a un federalismo más o menos impreciso, los dos principales focos de poder catalán iban dotándose de tópicos identificativos que marcaban unas líneas de separación que no siempre se han correspondido ni con la realidad social ni con las complejas personalidades de los dos líderes destinados a personificar los dos polos de la confrontación. Sin embargo, tardarían 15 años en enfrentarse, cara a cara, en unas elecciones. Desde uno y otro lado de la plaza de Sant Jaume se vigilaban con recelo y desconfianza. Su duelo a distancia tuvo su momento más tenso en torno a los Juegos Olímpicos.

Maragall, con los Juegos, desarboló a todo el mundo. Francisco Fernández Ordóñez me dijo una vez que había estado toda la vida convencido de que si un día España organizaba unos Juegos Olímpicos sería en Madrid. Esta convicción era generalizada y permitió a Maragall utilizar el efecto sorpresa y poner a todas las instituciones -de la Generalitat al Gobier-no- ante unos hechos que ya no admitían marcha atrás. Pujol vio siempre los Juegos como una amenaza porque, inevitablemente, era un proyecto de Maragall, y se notó. Hasta el último momento, hasta que comprendió que los Juegos serían un éxito y no podía dejarlo escapar, Pujol dejó sentir su desdén. Pero siguió alimentando una estrategia de guerrilla en nombre de la catalanidad de los Juegos. Rozó el aprendiz de brujo cuando la inauguración del estadio. La pitada a los Reyes llevaba las cosas más lejos de lo que Pujol quería. Pujol siempre ha cultivado las buenas relaciones con el Rey porque entiende que la Corona puede ser el marco de un pacto de Estado entre los pueblos de España. Para garantizarse una agitación controlada, Pujol creó unos grupos de acción catalanista que llevarían a cabo la campaña Freedom for Catalonia. Jordi Pujol Ferrusola y Marc Prenafeta eran los enlaces con presidencia, que aseguraba su financiación. La colaboración institucional en torno a los Juegos, que no sólo guardó las formas sino que llegó a ser muy eficiente en el momento de la verdad, en julio de 1992, tuvo siempre un trasfondo de recelo y desconfianza que llegó hasta la misma ceremonia olímpica. Maragall diría en 1989: "Pujol pone las cosas muy difíciles para una relación constructiva con el alcalde de Barcelona. Y esto sucedería así aunque el alcalde no fuera socialista, sino de cualquier otro partido". El guión de Pujol, su manera de entender Cataluña, lo exige. En cierto modo, Barcelona ha sido el límite de Pujol.

Después de los Juegos, Pasqual Maragall y Jordi Pujol empezaron a rivalizar en Europa. Pujol ya no reinaba sólo en Cataluña; la escena política reconocía a otra figura de relieve. Y, sin embargo, sorprende la dificultad de Maragall para transformar políticamente su éxito en la gestión de Barcelona. Un dirigente nacionalista, Joan Miquel Nadal, alcalde de Tarragona, lo explicaba así a EL PAÍS en 1991: "Lo que aún no entiendo y creo que nunca entenderé es que Maragall no arrasara en las elecciones municipales. Lo que ha hecho Maragall en Barcelona es absolutamente increíble: ha transformado la ciudad de punta a cabo. Que eso no le diese la mayoría absoluta no tiene explicación política ni siquiera humana. Sólo puede tener una explicación divina". Lo mismo pasó en las primeras elecciones posolímpicas, las últimas en las que se presentó. Algunos sociólogos lo leen desde otra perspectiva: lo que es un milagro es que Maragall gobernara en la Barcelona burguesa y conservadora.

Desde que Maragall dejó el Ayuntamiento de Barcelona, dos años después de ganar a su amigo Miquel Roca Junyent, Pujol no dejó de vigilarle por el retrovisor. Pujol había completado durante este tiempo la liquidación de todas las generaciones intermedias de Convergència. La derrota de Roca preparaba la última jubilación. Entre Pujol y la generación de Artur Más ya no quedaba nadie, como si se tratara de conseguir que no hubiera ningún aspirante con prisas.

La hegemonía del pujolismo sobre Cataluña se había ido desideologizando. El nacionalismo tampoco resiste a los signos de los tiempos. Convergència i Unió se había consolidado como una Cataluña dentro de Cataluña: una sólida trama de intereses reforzada por un hecho insólito: haber creado desde 1980 una Administración prácticamente de nueva planta. La Generalitat estaba por hacer. Uno de los regalos que llevaba incorporada la renuncia de los socialistas a gobernar con Pujol era éste: la posibilidad de construir una Administración catalana a su imagen y semejanza. Y así lo hizo. Un factor inestimable para la consolidación de las sumisiones y las lealtades. Frente al universo convergente, Maragall aparecía como el favorito del mundo de la intelectualidad y la cultura. Una imagen elitista de la que no siempre ha sabido desprenderse.

Maragall dejó la alcaldía a medio mandato en una discutida decisión. Unos valoraron la capacidad de renunciar al poder, cosa absolutamente insólita en la política actual, en que el objetivo principal es mantenerse. Otros le acusaron de no cumplir sus compromisos, de engañar a los ciudadanos que le dieron su confianza. Maragall tomó distancia. En política, un líder da paso a otro líder y la gente olvida rápidamente. Maragall, desde Roma, soslayó este riesgo con un juego de señales intermitentes: breves apariciones que le mantenían presente. En este tiempo, el debate de la ley del catalán demostró que los tabúes de Cataluña podían pasar por el cedazo de la crítica sin riesgo alguno. Se había dicho que propiciar un debate sobre el catalán y el castellano era prender una mecha explosiva. Hubo debate y no hubo explosión alguna. Más bien lo contrario.

Maragall decide presentarse porque entiende que hay síntomas de que Cataluña quiere el cambio. Pujol se ve ante lo que más aterroriza a un político: el riesgo de no irse por decisión propia sino porque le echen. Y, sin embargo, Pujol opta por tentar a la suerte. Veinte años en política son una eternidad. Pero Pujol se apresta al desafío. Es muy difícil retirarse a tiempo, y más cuando hay todo un sistema de intereses pendiente de la suerte de uno.

En la inauguración del Liceo cogió del brazo a un intelectual catalán y le dijo: "Lo de la pasión por Cataluña, es cierto". Gane o pierda, esta confidencia tiene carácter testamentario. La pasión por Cataluña ha sido el argumento de una comedia del poder protagonizada por un personaje que ha juntado durante dos décadas un discurso superideologizado con el pragmatismo más radical y el clientelismo más efectivo. Un personaje que puso todo su empeño en identificarse con Cataluña y que encontró para ello la ingenua colaboración de casi todos sus adversarios.

Pujol y Maragall, desde una misma actitud de partida frente a la dictadura, han evolucionado paralelamente, con pocos pero casi siempre conflictivos encuentros, para terminar frente a frente en uno de los últimos episodios protagonizados todavía por la generación de la transición. El líder predestinado frente al economista progre que lideró la gran transformación de Barcelona. Probablemente, en voluntad de poder Pujol lleva ventaja. Pero Cataluña, por fin, tiene una oportunidad real de escoger.

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