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La España constitucional

Esta vieja nación nuestra, que hunde sus raíces en la civilización romana, que ya existía como espacio común en la Edad Media y que se fortalece con la aparición del Estado moderno, tuvo siempre una andadura difícil y una serie de estrategias equivocadas que retrasaron su desarrollo y consolidación y que en algunos momentos estuvieron a punto de hacerla naufragar. Si tuviéramos que señalar un elemento identificador de esas carencias y de esos errores, se le podría vincular, en un enfoque consecuencialista, con una pérdida de adhesiones, de apoyos y de afiliaciones voluntarias, también de personas, pero sobre todo de colectivos marginados y perseguidos por esas políticas. Los sucesivos y generosos intentos de superar ese síndrome de homogeneidad, que ha resultado tan empobrecedor, han ido fracasando. A la ingenuidad y a la torpeza en muchos aspectos de esos intentos, hay que añadir la cerrazón, el dogmatismo y la incapacidad de consenso de los representantes de esas esencias de lo español. La efímera gloriosa revolución de 1868 y la hermosa aventura de la II República, ahogada en la sangre de la guerra civil, en la que todos participaron en mayor o menor medida, son ejemplos de esa cadena de frustraciones colectivas que las sucesivas generaciones de españoles han tenido que sufrir. Cada fracaso de las aperturas favorecía a los defensores de la España cerrada, que acentuaban cada vez más su pretensión de monopolio excluyente de lo español.El drama arranca de la construcción de la idea de España en los orígenes del mundo moderno, cuando a la unidad nacional se la vincula con la unidad de la fe e incluso con la pureza de la sangre. Esa idea, desde un Estado-Iglesia en el que ambas instituciones se apoyan mutuamente y se benefician de la exclusión, pondrá en marcha un gigantesco aparato represivo que está en el origen de pérdidas cuantiosas de humanidad y de participación en el proyecto de la construcción de España. Primero son los judíos a finales del siglo XV, y después, los moriscos en los primeros años del siglo XVII; también durante esos siglos los heterodoxos de todo tipo, pero especialmente los religiosos, erasmistas, iluminados, protestantes, etcétera. Toda una inmensa riqueza, cultural e intelectual, y una gran fuerza de impulso de nuestro desarrollo se pierden y se inmolan ante el altar de los intransigentes ideales, que al materializarse y convertirse en acciones políticas, castigan, prohíben, encarcelan y matan. Esa presencia de una religión única e incompatible con cualquier ideal diferente ha sembrado nuestra historia de condenas, de censuras, de destituciones y de expulsiones. El franquismo fue la expresión más perversa y más eficaz de esa horrible mentalidad, que no ha fortalecido a España sino que la ha debilitado profundamente. El Estado y la Iglesia se utilizaron mutuamente y ambos salieron deteriorados, de ninguna forma fortalecidos, por esa unión contranatura, raíz de una constante represión. El Estado se entregó a la realización de un fundamentalismo religioso y la Iglesia se juridificó, perdiendo sus valores más evangélicos. Pero junto a esta patología, de origen religioso, otra de origen cultural y social asoló igualmente la construcción de España y desvió peligrosamente el arraigo como nación, y el consenso espiritual que una comunidad necesita para fortalecer su unidad y la adhesión integradora de sus miembros. Antes se predicaba la unidad religiosa, en este caso es la unidad cultural, y el rechazo de los hechos diferenciales lo que está en juego.

Desde políticas anteriores al Conde Duque de Olivares, y sobre todo con éste, y más tarde con la formación del Estado liberal, se realiza una política de integración de lo español rechazando la existencia de los hechos diferenciales culturales y lingüísticos en Cataluña, en las provincias vascas y en Galicia, principalmente. Es verdad que los defensores de esas culturas a veces tuvieron malos aliados y se envolvieron en ideologías antimodernas o vinculadas al romanticismo político, o tradicionalistas o carlistas que contribuyeron a ahondar las distancias. Una dialéctica perversa de fortalecimiento de los contrarios recorrió nuestros siglos XVIII y XIX y también el XX, desembocando en la horrible guerra civil, y en el franquismo, que a las exclusiones religiosas y de las culturas diferenciadas añadió la exclusión y la persecución de las ideologías que perdieron la guerra civil.

Con todas las matizaciones que se quieran hacer, la transición democrática, tras la muerte del general Franco, supuso un depurado y complejo esfuerzo por superar las exclusiones e integrar a los heterodoxos, a las naciones culturales y, por supuesto, a todas las ideologías políticas que aceptasen las reglas del juego democráticas. La España constitucional es una España integradora, nación de naciones y de regiones, pluralista, que respeta la libertad religiosa, ideológica y de cultos, y que rompe la dialéctica del Estado-Iglesia a favor del Estado aconfesional, laico y neutral. No es una España nueva que se construye a partir de la Constitución, sino que es la España de siempre, con su mejor faz, la de las tres culturas, cristiana, musulmana y judía, que coexistieron en Toledo, la de aquellos que como Ribera, español valenciano, se reconocían a la vez de su cultura propia catalana, vasca o gallega o valenciana o canaria, y de la común española, que también habían contribuido a crear, junto con castellanos, leoneses, aragoneses, extremeños o andaluces. Sólo esa España excluye a los excluyentes, a los defensores de una nación española única, cerrada, y que no admite los hechos diferenciales, y a los nacionalistas de un fragmento de nuestro Estado, usando la terminología de Jellinek, que no admiten formar parte de una comunidad más amplia, fundidora y tolerante. El esfuerzo integrador para construir una sociedad abierta y plural que realiza la Constitución, al cabo de 20 años empieza a dar sus frutos. Ante el peligro de su consolidación, los nacionalismos periféricos han realizado una ingente campaña, con pasos adelante arriesgados, casi en el vacío, con una dosis de aventurerismo que sólo se puede justificar, en el caso vasco, para obligar a ETA a abandonar la violencia, o quizá para justificarla en un paso inexorable que tenía la necesidad de dar. En el caso catalán ha producido, sobre todo, algunos movimientos impulsados o consentidos, pero en todo caso con la participación del presidente Pujol, que han desconsiderado la idea de España, y que han avanzado en una política de confrontación en materia lingüística, que ha conmovido a una sociedad pacífica y bilingüe como la catalana. A veces, en el caso vasco, la alianza del nacionalismo democrático con EH, ha produ-

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Gregorio Peces-Barba Martínez es catedrático de Filosofía del Derecho.

La España constitucional

Viene de la página anteriorcido extraños compañeros de viaje, con gentes que incluyen a terroristas condenados por horribles delitos, algunos muy recientes, y con delirantes declaraciones sobre autodeterminación, independencia y fe europeísta al margen de España.

Pero las ideologías no se pueden construir con verdades a medias, ni con proyectos imposibles frente a la solidez generosa y abierta de la España constitucional, donde los hechos diferenciales y las minorías lingüísticas y culturales gozan de un ámbito de libertad sin par en la historia del constitucionalismo europeo. Además, hemos aprendido en cabeza ajena, en los Balcanes, adónde conducen los sueños nacionalistas autistas que no aceptan convivir, en su medio natural históricamente consolidado. Vox populi, vox dei, y los ciudadanos, en estas elecciones municipales del 13 de junio, han lanzado un mensaje inequívoco, de apoyo a ese proyecto integrador de la España constitucional, y han llamado la atención, con suavidad, pero con claridad para que esas vías de desintegración sean abandonadas. Ahora corresponde, a los partidos que defienden el modelo constitucional, no dejarse llevar por un frentismo de aislamiento de los nacionalistas y tenderles la mano en el País Vasco para que mantengan su apoyo al Estatuto y su lealtad a la Constitución, para que comprendan que la España constitucional es también su España.

A veces, los ideales con los que soñamos tardan más en realizarse que la duración de una vida humana, pero en este caso a los 20 años se empiezan a cosechar los frutos del enésimo intento por construir en España una sociedad abierta que carezca de enemigos interiores. Tengo la impresión de que los ciudadanos lo han integrado en su espíritu común y emiten mensajes para que los grupos ideológicos y políticos, y los intelectuales que son vanguardia de las ideas, lo integren también. Empiezo a creer que estamos en el umbral de tener una historia aburrida.

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