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Reportaje:PLAZA MENOR - SAN MIGUEL

El castillo de Fortunata

Ayer fue iglesia y hoy mercado, pero a San Miguel no le ha faltado nunca su fiel parroquia. Hoy, la edificación consagrada al batallador arcángel es una pagoda de hierro forjado y pintado de gris, una estructura eiffeliana a escala de maqueta que cobija un mercado también pequeño, casi familiar, y devuelve cierto aroma pueblerino a este Madrid de la plaza Mayor y de las cavas, tradicional posada de rústicos, arrieros y campesinos que venían a la capital a vender los productos de sus huertas y granjas y a comprar con el dinero obtenido artículos manufacturados, frutos del ingenio artesano o del industrioso comercio. Ejemplar, aunque no siempre paritario intercambio económico, según los innumerables apólogos, sainetes, chascarrillos, coplas y decires seculares que referían escenas de rústicos estafados por la truhanería autóctona afincada en los Madriles, pura labia, jeta y morro de charlatanes y timadores de la estampita, el tocomocho y el nazareno, trileros y mercachifles que habían hecho de la Villa su patio de Monipodio. En los juguetes cómicos urbanos, los truhanes solían salirse con la suya y se jactaban de la candidez de los paletos, que en los cuentos campesinos terminaban vengando sus ofensas a golpe de arquetípica garrota sobre los lomos de sus esquilmadoresHoy, el mercado de San Miguel agrupa a un honrado comercio minorista y a una ruidosa cuadrilla de obreros que se afana en instalar los nuevos cierres homologados y de diseño que han de sustituir a los metálicos en pro de la estética y en provecho de no se sabe quién. Gajes de su garbosa arquitectura y de su céntrica ubicación.

En toda estación aparecen mezclados con la clientela del barrio turistas deslumbrados por la luz de la plaza Mayor. En verano, las proporciones llegan a igualarse. Una rolliza y sudorosa joven, genuinamente estadounidense, no puede reprimir un estremecimiento y una interjección horrorizada ante el sangriento espectáculo de una carnicería donde no sólo venden carne picada y algunas piezas revelan indicios de su anterior condición animal y doméstica. Tal vez su compañera, que parece menos afectada, debería llevársela antes de que cruce su mirada con la de los huéspedes de la pescadería, con sus ojos redondos y atónitos. En su vasto país, ni los pescados ni las gambas suelen llevar la cabeza puesta, y, desde luego, nunca se ven cangrejos vivos tratando de escapar a su encierro.

No todos son tan remilgados: en el exiguo pero hospitalario bar del mercado, codo con codo con la fiel parroquia, celebran los foráneos la gloria bendita de unos tiernos boquerones y la reciedumbre de las tapas autóctonas sin hacerse demasiadas preguntas sobre el origen del condumio. Preguntas sin respuesta, porque en los diccionarios de bolsillo no suelen venir palabras como callos, mollejas o criadillas.

El tabernero que lleva poco tiempo con el negocio reparte cordialidad, gazpacho y pescaíto frito; la música de fondo la pone el retintín mecánico de la tragaperras, ocupada por un veterano y experto jugador que sólo rompe su concentración para pedir cambio urgente en la barra, mientras vigila de reojo y con aire posesivo el aparato, no vaya a ser que saque fruto de su inversión algún listillo con una moneda de cinco duros y se lleve la especial. Pero aquí se respetan los turnos y los modales, aunque hoy, con las apreturas, una clienta habitual se queja de la excesiva promiscuidad de algún elemento foráneo con bermudas y gorra de visera que casi la atropella en su intento de aproximación a la barra.

El jugador se rinde y se despide frustrado por no haber hecho caso del mensaje que nuestras previsoras autoridades sanitarias han hecho imprimir en todas las endemoniadas máquinas advirtiendo de que pueden producir ludopatía. Pero el mundo está lleno de enfermos como la señora rubia que se quejaba, su amiga morena y con moño que no se queja de nada y exhibe un optimismo a prueba de bombas y el cronista autor de estas líneas. A propuesta de la señora del moño, como ludópatas confesos, los tres hacen un fondo común y, aunque no se llevan el "especial, especial", se alzan con uno de los premios menores, lo que representa un beneficio per cápita de 300 pesetas, un 30% de ganancia, momento de retirarse para no darle la razón a las autoridades sanitarias. Los rústicos de antaño hace tiempo que fueron sustituidos por los turistas, continuadores del mismo folclor como nuevas víctimas propiciatorias de la rapacidad de pícaros mesoneros y comerciantes rapaces. El pueblo de Madrid, hiperbólico y prosopopéyico, exageró la leyenda negra de los mesones típicos y los locales turísticos, haciendo un cajón de sastre en el que pagarían justos por pecadores.

El gracejo popular se cebaba inicuamente con las Cuevas de Luis Candelas; el patrocinio del célebre ladrón de la capa y los trajes de bandolero con trabuco a juego de su personal multiplicó los chistes fáciles, pero no truncó la proliferación de tabernas y mesones, que acabarían autolimitándose por un proceso de selección natural.

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En el antiguo número 11 de la cava de San Miguel, antes de que se construyera el mercado eiffeliano y de que un moderno edificio de viviendas rompiese definitivamente el paisaje, vivía la Fortunata de Galdós, sobre la tienda de aves y pollos. Allí la conoció Juanito Santa Cruz cuando iba a visitar a don Plácido Estupiñá. Fortunata estaba comiéndose un huevo crudo y le dio a probar el líquido que escurría entre sus dedos. Una imagen que ya no pudo borrar de su cabeza.

La casa de Estupiñá era un cuarto piso visto desde la plaza Mayor y un séptimo por la escalera de la cava de San Miguel, entrada por la pollería. Los macizos, ciclópeos edificios de este costado, merecen el comentario de don Benito: "No existen en Madrid alturas mayores, y para vencer aquéllas había que apechugar con 120 escalones, todos de piedra... El ser todos de piedra desde la cava a las buhardillas da a las escaleras de aquellas casas un aspecto lúgubre y monumental como de castillo de leyendas".

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