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Reportaje:

LA CASA POR LA VENTANA Un anarquismo de cine JULIO A. MÁÑEZ

Supongamos que es cierta toda esa monserga y que Berlanga es de verdad ese anarquista de corazón que detesta a la sociedad porque coarta al individuo y que aspira a alcanzar una cierta beatitud doméstica en el disfrute de una soledad provecta sin sobresaltos. Por sí sola, esa clase de impostación periférica sería incapaz de convocar adhesiones distintas a la del huraño espectador de cine que consume las tardes en la oscuridad de la sala. Pero cuando hasta Eduardo Zaplana es un admirador de la obra de Berlanga y trata de pensionarlo a lo grande y de por vida bajo especie de futura Ciudad del Cine, entonces es que aquí alguien anda muy equivocado, o todo lo contrario, y no parece probable que el error, o a la inversa, provenga del astuto Luis García. Si el cineasta le coló películas como El verdugo o Plácido a la censura franquista, qué goles no será capaz de endosar a un pollo de Cartagena cuya mayor ambición es la de ser reconocido como un igual por los reyes del liberalismo que tocan canciones de globalización. Eso por limitar el asunto a los primeros espadas, y sin considerar el pírrico favor de Berlanga a Zaplana al hacerle creer como que lo toma por interlocutor válido. Los beneficios de esa operación para el aparato de propaganda del presidente de la Generalitat resultan obvios, ya que se trata de incluir en sus grandes proyectos de camuflaje al más importante cineasta español vivo, que goza además de una reputación impecable entre los más amplios círculos de la a estas alturas restringida izquierda. También para Berlanga resultan evidentes las ganancias que espera obtener de una ensoñación semejante, aunque sospecho que merecerían cualquier etiqueta excepto la de anarquista, en un proceso en el que no cabe excluir que el autor de Calabuch sea víctima de una picaresca parecida a la que atribuye a algunos personajes de sus películas, como aquel Nino Manfredi constreñido a heredar de su sobrevenido suegro el puesto de verdugo por ver de alimentar a la familia, o como el Cassen que pone su motocarro al servicio de un alarde provinciano de caridades navideñas sin encontrar quién le abone los cuarenta duros -eran otros tiempos- que evitarían el vencimiento de la letra que cubre el pago aplazado de su único medio de vida. Así que dando por supuesta la veracidad de la imagen que Berlanga se construye de sí mismo, admitiendo que esté persuadido de que en el fondo de su alma es un anarquista romántico y sin sosiego que no encuentra su lugar en un mundo que reprime la libertad individual hasta el punto de impedir que se rueden costosos filmes sobre tan enjundioso asunto, lo menos que se puede decir es que se deja engatusar por una corte de los milagros que no conoce la acracia ni en los manuales de libro sometidos a la crítica de los roedores, por no mencionar las variadas y a menudo sorprendentes intermitencias que esas gentes ocultan en su corazón desmesurado. No ya nuestro honorable presidente, sino también el productor de cine especializado en vivir a expensas de las subvenciones para hacer películas que no se estrenan, o el periodista instrumental y minicolumnario de domingo, o el escritor y funcionario que hace de su tristeza genérica un asunto profesional cuando no un punto de honor, etcétera, serían sin duda excelentes personajes para una próxima película de Azcona y Berlanga, ya que quienes admiramos su mejor cine sin reservas no nos resignamos a que su última película sea de verdad su última película. Incluso sería estupendo que uno de los propósitos inconfesados del tantas veces excelente cineasta fuese aprovechar su futura aventura valenciana para hacer acopio de material con vista a filmar en su día los pormenores de los enredos que alegran la operación institucional en que desea comprometerse, con lo que podría testimoniar brillantemente y de primera mano la historia local de la infamia en el arranque mismo del ya inminente siglo veintiuno. A la espera de ese milenario renacimiento del cineasta de origen valenciano, no faltará el material aportado por la crónica de sucesos susceptible de ser integrado en las subtramas de la futura película. Qué riqueza de matices no podrá añadir al relato de las trapisondas zaplanistas episodios como el del señor Tarancón haciendo manitas con los colegios de la Obra y otros igual de elitistas, con Calomarde de testigo en calidad de padre de alumno. No hay duda de que en ése y en otros escalofriantes detalles tiene Berlanga un vivero de emociones capaces de constrastar con provecho algo tan de su gusto anarquista como las secretas contradicciones de la tan a menudo pasmosa alma humana.

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