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Tribus y bandas

J. J. PEREZ BENLLOCH Según fuentes policiales, las tribus urbanas -skin heads, rappers y demás mohicanos- van languideciendo y evolucionando. Esto es, cada día se componen de menos individuos y se acicalan más. Las dichas fuentes tienen, sin duda, argumentos estadísticos y profesionales para asegurarlo, si bien se trata de una realidad que el vecindario de los barrios deprimidos viene constatando gratamente. Los sociólogos, que uno sepa, no han diagnosticado todavía el fenómeno, pero tampoco demorarán mucho la explicación. En tanto llega, me apropio del criterio de mi hornera. Según ella, esta crisis se debe, en primer lugar, a que muchos de ellos han dado por concluida la experiencia libertaria, o como se le quiera calificar, y regresan al hogar paterno; después, al incordio que para esta variopinta fauna supone llevar el perro atado con correa y, por último, no es desdeñable que este diezmado de sus filas se deba sin más a la prolongación de sus vacaciones en climas menos agobiantes. En todo caso, regrese o no esta farándula por los parajes donde solía, no es de ella de la que hemos de preocuparnos especialmente, pues bien sabemos que no todos sus miembros y familias responden al mismo modelo de actitudes y, entre éstas, tan sólo resultan alarmantes y perseguibles las violentas. Tengo la impresión además, de que también en este aspecto se percibe una cierta calma. La mayor frecuentación del agua y del jabón quizá haya atemperado los ánimos de este universo marginal en vías de integración. Sin embargo y en contrapunto a lo dicho se nos antoja innegable que son otras las bandas que reclaman nuestra atención. Bandas urbanas que suelen aherrojarse de cueros y otros desasosegantes abalarios, aunque no de collares y colorines. Me refiero a los grupos fascistoides, xenófobos y racistas que vuelven a gallear con un lamentable grado de impunidad. En Dénia, y a lo largo de agosto, se han registrado algunos episodios de este jaez. A raíz del último, una familia francesa de raza negra tuvo que adelantar el regreso de sus vacaciones para eludir la reiterada agresión de un puñado de mozalbetes encabritados por el color de los turistas. Puro racismo. Hemos de suponer que el alcalde de la villa, el popular Miguel Ferrer, habrá condenado severamente estos sucesos, sentándole la mano a estos descerebrados. Lo suponemos, pero no nos consta. Igual piensa que se trata de una chiquillada. Más recientemente, en el barrio capitalino de Russafa han vuelto a producirse unos cuantos atentados contra establecimietos regentados por inmigrantes africanos. En este caso hay que registrar la cívica reacción del vecindario que, con alguna excepción aislada, ha condenado el suceso. Tal sanción social constituye obviamente la mejor garantía para la convivencia de gentes y etnias distintas en un espacio urbano nada conflictivo, no obstante la densidad de la población africana. Se argüirá -quien tenga barra para hacerlo- que se trata de trances episódicos que no han dejado estelas cruentas. Pero eso es, precisamente, lo que se debe conjurar, neutralizando oportunamente a estas bandas no tan juveniles como para estar eximidas del código penal. Esos fascistillas de hoy pueden convertirse en camisas negras -u otra suerte de bichos- mañana. Transigir o inhibirse sería una forma de complicidad. Y una estupidez.

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