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¿No sirven los viejos? JOAN SUBIRATS

Joan Subirats

Uno de los argumentos que flotan en el ambiente ante la próxima y reñida contienda electoral catalana es el hecho de que Pujol es excesivamente mayor para desempeñar su labor al frente de la Generalitat. La vejez de Pujol contrastaría, pues, negativamente con la joven madurez de Maragall o de los demás candidatos. Desde mi punto de vista, ése es un argumento absolutamente impresentable, que pone de manifiesto un conjunto de percepciones y prejuicios sobre la gente mayor totalmente obsoletos. Pujol habrá hecho más o menos bien su labor de gobierno, se considerará mejor o peor el favorecer la renovación política en Cataluña después de 20 años de hegemonía pujoliana, pero lo que debe quedar al margen del debate son las edades de los contendientes. Si mi información es correcta, la primera vez que se fijó la edad de jubilación en la mítica cifra de 65 años, lo hizo Bismarck, y en aquel entonces la esperanza de vida rondaba los 45 años. Hace unos días oía a un demógrafo, Julio Pérez, contar que mientras que sólo uno de cada dos nacidos en 1900 llegó a 1950, más de la mitad de los nacidos en 1960 van a llegar tranquilamente a los 90 años. Para desesperación de los biólogos que hace años fijaron la longevidad máxima posible en 120 años, Jeanne Calmet murió hace poco en Francia a la edad de 122 años. Hoy nadie se atreve a predecir con certeza cuál será la longevidad máxima potencial en el próximo siglo. Jubilaciones anticipadas al margen, para el conjunto de los trabajadores la edad frontera siguen siendo los 65 años, pero a maestros y profesores se les permite llegar a los 70 antes de... ¿Antes de qué? En un artículo aparecido en EL PAÍS el 28 de junio, se decía que a partir de los 90 o 95 años mejoran notablemente las condiciones de salud de aquellos pocos que alcanzan esas edades, y se decía que el hecho de saber que una cantidad importante de personas pueden mantenerse sanas más allá de los 90 o los 100 años debería cambiar nuestra actitud hacia la vejez. La vejez, se afirmaba, ya no sería "una maldición, sino una oportunidad". Fijémonos en que se acepta que la opinión más extendida identifica vejez con maldición, con decadencia, con decrepitud. Y esa situación se conecta, he ahí una parte del problema, con una edad fijada de manera administrativa que aparta a las personas de los empleos remunerados, lo que para la clásica conexión vida-trabajo es empezar a morir. Una de las muchas cosas sobre las que deberemos cambiar rápidamente nuestros prejuicios es el tema de la jubilación y la vejez. La sociedad industrial mantenía entre sus muchas certidumbres la de una estructura vital en la que los hitos entre las distintas etapas estaban perfectamente determinados. Formación, trabajo y descanso se sucedían sin traumas y permitían que la literatura dedicada a los temas gerontológicos dijera no hace muchos años que "el arte de envejecer es el arte de quedarse solo; es pedir cada vez menos a la vida", o esta otra perla que distribuía edades y tareas: "Cada edad tiene su propio quehacer: hasta los 20 la edad de los sueños, a los 20 la edad de los proyectos, a los 40 la edad de los programas, a los 60 la edad de los balances y a los 80 la edad de los recuerdos" (Inserso, Envejecer en el año 2000). Deberíamos preguntar al autor qué tareas o actitudes propone a las personas de 100 años, o a las de 120, y qué recomienda a nuestros recién jubilados de Tabacalera o Telefónica con menos de 50 años. Ha cambiado el sistema productivo, han cambiado las formas de vida y han saltado por los aires las rigideces vitales anteriores. Nadie que se precie puede hoy trabajar sin formarse constantemente, y cada vez se entiende el descanso como una forma de producir riqueza, e incluso como un mecanismo de repartir trabajo. Es absurdo continuar contemplando el fenómeno del aumento de la cantidad y de la calidad de vida como un problema de nuestras sociedades. Lo que tenemos que hacer es repensar las cosas, buscando nuevas maneras de entender el trabajo, la actividad y las entradas y salidas del mercado laboral formalizado. Uno de los graves problemas que tenemos es que continuamos confundiendo trabajo con empleo, marginando así de la consideración de trabajo imprescindible y socialmente útil una gran cantidad de labores domésticas, asistenciales, paliativas, que se producen por doquier y que tienen como protagonistas esenciales a mujeres (sobre todo) y hombres jóvenes y menos jóvenes. No continuemos confundiendo jubilación con obsolescencia o inutilidad. Reconozcamos que hemos de redefinir el trabajo, y hemos de hacerlo antes que las tensiones generacionales se incrementen. Y reconozcamos también que para conseguir aumentar la calidad de vida de las personas (sea cual sea su edad), al margen de la imprescindible mejora en salud, está claro que hemos de invertir mucho más en hacer que nuestro entorno no provoque problemas de autonomía y poner las bases para permitir que las personas puedan decidir con capacidad crítica. La autonomía crítica, la libertad de decidir sobre la propia vida, será un tema estrella en los próximos años, y ello engloba desde la capacidad de aceptar los tratamientos sanitarios que los expertos y las empresas del sector les recomiendan (probablemente con la mejor de las intenciones) hasta la capacidad para intervenir sin complejos ni restricciones en las decisiones colectivas. Y todo eso no conoce de jubilaciones ni de edades límite.

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